24.5.10

Familia política

Se acerca el cumpleaños de la abuela. Los miembros de la familia echan chispas y sacan a ventilar sus diferencias.

En la casa de M.
–No, ¿siempre lo mismo?... tu hermana mayor se cree que puede mandarnos a todos como si fuésemos chicos de jardín de infantes. Y el idiota de tu cuñado, que se sube a un banquito y se apuna.
–...
–¡Mejor que no vengan!

En la casa de C.
–¿Y éste quién se cree que es? ¡Que venga a hacerse cargo de todo como me hago yo y que después, si puede, hable!
–...
–¡Un poquito de respeto! ¡Que me espere sentado porque yo no voy! Hago unos llamados y ya se va a enterar quién manda acá.

La clase dirigencial argentina funciona como lo que es: una familia política.

2.5.10

El retoño

Estadísticas confiables aseguran que tras ocho de cada diez retoños hay una idische mame (o similar, porque el credo aquí viene a ser un accidente) que marcó a fuego la vida de su amado hijo. De ahí que el hombre esté tan acostumbrado a los cuestionamientos que, aun cuando se haya independizado de la madre, su voz interior la encarna y repite las mismas preguntas, una y otra vez, para desgracia del buen señor y para suprema irritación de la dama que circunstancialmente lo acompañe.
El retoño es un hombre detenido, agobiado, ahogado por las tribulaciones de su diálogo interno, interminable conversación que lo paraliza y que sólo le brinda algo de tranquilidad cuando se libera y puede ser expresada a viva voz desencadenando la desesperación de quien lo escucha.
De pequeño, su generosa progenitora lo alimentó concienzudamente.
–Te hice bife y milanesas.
–...
–¡Nene, te comiste las milanesas! ¡Claro, el bife no te gustó!
También lo colmó de regalos. Siempre de a pares. Dos camisas o dos pantalones o dos remeras o dos bermudas o dos corbatas... dos, dos, dos. Educadito, prolijo y cortés, el retoño corría a probarse las prendas y, queriendo evitarle cualquier desilusión a su madre, volvía estrenando una de ellas. Pero la mujer, paradigma del escándalo injustificado, de inmediato profería un suspiro y lanzaba la inevitable frase de tono indefinido entre pregunta iracunda y afirmación decepcionada:
–Nene, te pusiste la celeste... ¡qué linda te queda! ¿¡La otra no te gustó!? Dando lugar a una serie de estúpidos intentos de explicación que, como es de esperar, sólo llevaban al terreno pantanoso de la justificación por el lado del muchacho y de la autoconmiseración por el lado de su incomprendida madre que se preguntaba a los gritos "¡qué habré hecho para merecer semejante desaire de mi propio hijo!".
Por cierto, a pesar de haber sido destetado al menos un par de décadas atrás y de haber transitado varios romances, el retoño no puede evitar pensar que tiene que solicitar permiso y dar explicaciones por cada cosa que hace. O que no hace.
En el enjambre enardecido de sus pensamientos hay una lucha permanente. Me baño porque estoy sucio, no me baño porque estoy limpio, me baño porque me ensucié, no me baño porque igual me voy a ensuciar; que provienen del machacón "¡Nene! ¿Te bañaste bien?" gritado durante años, a partir del momento en que el pediatra le prohibió terminantemente bañarlo ella misma cuando el retoño ya había cumplido los catorce años.
Como porque tengo hambre, no como porque voy a engordar, como porque adelgacé, no como para mantenerme así; porque al retoño le preocupa la silueta no tanto por el exceso de peso como porque le recuerda la manera en que su digna "mami" lo embuchaba a diario cual pavo para Navidad.
Salgo con esta mujer porque me gusta, no salgo porque puede gustarme mucho más... o mucho menos; que derivan del "¡Nene, tené cuidado con las mujeres que son todas unas víboras (menos tu devota y sacrificada madre que te ama)!".
Y ni mencionar los nefastos efectos de las escasas o nulas posibilidades de privacidad que tuvo durante la adolescencia cuando "mamita", como un perro guardián, se apostaba tras la puerta de su cuarto para preguntarle, cada diez minutos exactos: "Nene, ¿estás bien?".
Cualquiera diría que este hombre es un indeciso. Pero no, no lo es. El sabe lo que quiere, lo que no llega a saber es si a su mamá le parecerá bien.
En el inicio de la relación con un retoño, la mujer sentirá que es un encanto que, a diferencia de otros ejemplares masculinos, le consulta todo y ella, cual damisela caprichosa, disfruta del poder que le ha sido otorgado.
Pasados unos meses, ya con chapa de novia casi oficial, sentirá que se le hace algo pesada tanta disquisición acerca de cada mínima cosa, transformando la simple decisión de, por ejemplo, ir al cine en un compendio de insoportables preguntas y respuestas que le aniquilan las ganas de salir antes de poner un pie en la vereda.
¿Vamos al cine? ¿Nos quedamos en casa? Si vamos al cine, ¿a qué función?, porque yo mañana me tengo que levantar temprano pero si vos querés ir más tarde está bien igual. ¿A la de las 23 te parece bien? ¿Sí? ¿No? Uh, oh... ¿y qué película? ¿La de acción o la comedia? ¿La de acción? ¿Estás segura? No lo estarás haciendo por mí, ¿no?, porque no quiero que lo hagas por mí. ¿Comemos antes o después? ¿Mitad de sala al centro o más adelante? ¿Cine con butacas o con sillones?
Así, hasta que el agotamiento lo vence, momento en el cual sería posible transcribir páginas enteras que al inicio son diálogos sin sentido y poco a poco van transformándose en un monólogo lastimero. Y el poder que tanto atraía a la dama pasa a ser una imperdonable falta de compromiso de parte del retoño.
Tiempo después, con la pasión exterminada por tanto parloteo insustancial, ella es invitada a conocer a su –a esta altura– futura suegra. Nada más verla, entiende todo y hace una rápida evaluación de sus posibilidades: lo planta en ese mismo instante y lo deja discutiendo eternamente con su madre, o presenta batalla y para el próximo cumpleaños le regala dos remeras, una negra y la otra también.