30.11.08

Laurita mira la tele

Mi tierna infancia de monstruito prodigio estuvo marcada por la televisión. Esos aparatos que hoy son planos, ultradelgados, apaisados, a todo color y con sistemas touch, en ese entonces eran unos toscos cubos marrones con selector de canales, pantalla gris verdosa, sintonía fina y graciosa antenita móvil para mejorar la siempre imperfecta imagen.
Para dar una idea de en cuánto la tele me atraía diré que mi exposición a los rayos catódicos se iniciaba con la señal de ajuste –la grilla que permitía calibrar horizontales y verticales– y terminaba con "Palabras de vida", un engendro religioso alentado por los sucesivos gobiernos militares que azotaron aquellos años.
La vida pasaba por la televisión. Mi vida de cuatro años pasaba por la televisión. Sin plan, sin agenda y sin horarios. Indiscriminada, masiva, adictiva. Así era mi presencia frente al aparato. Me daba lo mismo "Jardilín" que "Buenas tardes, mucho gusto"; "El llanero solitario" que "Ben Casey" (mucho más atractivo que el doctor Kildare, ya por ese entonces tremendo bala); "El club del clan" que "Sábados circulares"; "El amor tiene cara de mujer" que "El muñeco maldito".
A Tato Bores no lo entendía pero lo miraba igual. Me asustaba el bigote de escobillón con el que un general de turno ocultaba el labio leporino (eso decía mi mamá, yo sólo sé que el tipo hablaba raro). Disfrutaba del terrorífico Narciso Ibáñez Menta. Me divertía la vocecita aguda que salía del voluminoso cuerpo de Aldo Cammarotta. Me intrigaban las misteriosas predicciones de Horangel. Me irritaba el tonito estúpido de Annamaría.
Vi cien veces "Gunga Din", otras tantas "Ben Hur" y también "Casablanca". Lloré de risa con "Hay que educar a Niní" y "Madame Sans Gêne", y de emoción con "Dios se lo pague". Amé a Lolita Torres con la misma intensidad con que me aburrió Libertad Lamarque. Amalia Sánchez Ariño hablaba como mi abuela. Luis Sandrini me parecía tan tonto como José Marrone y siempre me quedaba con Pepe Biondi.
Tuve mi gorro con orejas –un esfuerzo de producción de mi mamá y mi abuela (no la que hablaba como Amalia Sánchez Ariño sino la otra)– para ver "Disneylandia" y sentirme cerca de esos chicos tan compuestos a los que un amable Walt Disney enseñaba cómo se hacían los dibujos animados.
"Disneylandia" fue, sin lugar a dudas, mi programa favorito. Sobre todo cuando dedicaba su emisión a la Tierra de la Fantasía porque ¡menuda decepción me invadía haber esperado toda una semana para ver mapaches y castores!
De solo ver aparecer a Campanita (muchos años después empezó a ser Tinkerbell) y escuchar la música se me estrujaba el corazón y se me hacía un nudo en la garganta.
Jamás hubo un límite para mi pasión por la tele. Nunca un "andate a la cama" ni un "primero comé". Claro, para cuando cumplí cuatro años, ya leía, escribía, atendía el teléfono y anotaba los mensajes de quienes llamaban. De hecho, miraba televisión sentada sobre los dos tomos del diccionario enciclopédico que solía sacarme de dudas cuando no entendía una palabra, siempre bajo la mesa de la cocina. Así que no había mucho que reglamentar.
Ese mundo en blanco y negro, con fantasma y el punto de luz que quedaba cuando la tele se apagaba me acompañó durante toda mi infancia. Siempre estaba ahí. Disparador de preguntas incómodas. Alimento de una fantasía sin límites.
Testigo de mi avidez y generador de algunas inolvidables rabietas.

(continuará)

2.11.08

El espasmódico

El espasmódico es un hombre intenso. Tan intenso que le cuesta sostener esa intensidad por más de una semana.
En un primer encuentro puede brindar una impresión equivocada que dependerá exclusivamente de la actividad que haya elegido para ese periodo. Ya sea 'la semana del deporte', 'la semana del glamour', la 'semana de las comilonas' o 'la semana de la dieta', su vida es un espasmo perpetuo en el cual durante siete días se desempeña con admirable aplicación y perseverancia.
Por cierto, su existencia tiene puntos de inflexión periódicos: cada lunes se impone cambiar radicalmente de vida; entonces, tras una seguidilla de comilonas sobreviene el ayuno; tras el ayuno, el glamour que lo devuelve al placer; tras el glamour es necesaria una nueva desintoxicación, esta vez sin ayuno porque aún está fresca la desoladora sensación de la abstinencia, por lo que el objetivo será el deporte; tras el deporte que no ha reconocido límite y le ha causado agotamiento y dolores varios, vendrá la contemplación; tras la contemplación, la aventura y así ad infinitum.
Su estructura de personalidad navega entre dos estilos opuestos: el desenfrenado y el monástico, que se suceden en un círculo infernal cuya particularidad es que lo lleva de la culpa a la revancha y de la revancha, nuevamente, a la culpa. Como un perro que intenta morderse la cola, el espasmo de esta semana intenta emparchar las secuelas del espasmo de la semana anterior. Y el resultado es que siempre está en deuda consigo mismo. Una deuda insalvable que renegocia cada domingo con una normativa impiadosa similar a la de los organismos crediticios internacionales.
Este pobre hombre se debate en la dicotomía de los merecimientos. O se merece disfrutar o se merece un castigo por haber disfrutado. Su yo interior muta del nazismo al laissez faire, del rigor estoico a la relajación dionisíaca.
Por supuesto, la mujer que esté junto a un espasmódico deberá embarcarse en sus cruzadas semanales y comprender (y aceptar y acompañar) que hoy quiera dejar de fumar porque se ha dado cuenta de que el cigarrillo le impide practicar deportes comme il faut (para él, que se obliga al alto rendimiento sin escalas) y 'es un veneno que te acorta la vida', pero también deberá aceptar que el próximo lunes encienda un cigarrillo porque 'la vida es una sola y trabajo como un burro y no puede ser que no me dé los gustos y, además, estoy tan nervioso que no me aguanto'. ¡Justo ahora que ella llevaba tan bien la abstinencia de nicotina!
Pero que jamás se le ocurra dejarlo solo en sus emprendimientos. Diferenciarse y no subirse al tren del espasmo es una actitud conspirativa, de alta traición y, por lo tanto, imperdonable.