28.4.08

Yo avisé

Y el que avisa no traiciona.
El que se apuró lo habrá visto. El que no, y bueh... tendrá que conformarse con verlo bajar hasta desaparecer.
Sea caída libre o sea el primer síntoma de que las cosas vuelven a la normalidad, ¿quién me quita lo bailado? Al menos ya sé cómo se siente arañar un
ranking.

26.4.08

Y de repente...

Hice algo inusual: bajé hasta la última entrada de esta página y vi esas cosas que no veo nunca. Los textos que escribí hace menos de una semana (que si me pongo a leer seguro corregiría) y la congregación de etiquetitas que, bajo el título "Top nada", muestran mi profundo interés por las herramientas de medición. Grande fue mi sorpresa al advertir que una de ellas, habitualmente en blanco (lo que implica que no figuro ni a placé), mostraba un número de sólo tres dígitos. De inmediato adjudiqué semejante disparate a un error de los muchachos que, lápiz y papel en mano, hacen los misteriosos rankings. En fin, por las dudas, lo miré varias veces y todavía está ahí, muy orondo el 258.
Lectores queridos, apúrense también ustedes a comprobar la veracidad de mis dichos porque seguro que en cualquier momento los responsables advierten el error y empieza el proceso de caída libre o vuelven a colocarme en la inexistencia, allí de donde nunca debería haber salido.

23.4.08

Boxer o slip (un post que hace bulto)

La civilización y la cultura han dejado para las mujeres el arte de la ornamentación. Bajo las cremas y los afeites, tras los abalorios, cintas y encajes, gracias a los bieses, evasés, colores, adherencias o flojedades, muchas imperfecciones se disimulan (al menos para una primera impresión impactante, luego habrá que recurrir a las habilidades personales o a la piedad de la penumbra).
Del lado austero de la existencia está el género masculino. Condenados a los pantalones, las camisas y las remeras; sin mucho que hacer con su cabello (en el caso en que lo conserven), con un panorama limitado en cuanto a zapatos, abrigos y otras guarniciones, los hombres se manejan (así en lo interno como en lo externo) con un esquema binario. Y la ropa interior no escapa a esta matriz.
Evitando la pantanosa lógica de la satisfacción del deseo femenino –que responde a ciclos hormonales que jamás dibujan una constante–, el dilema es ¿boxer o slip?
¿Liberada sugerencia o presumida ostentación? ¿Fresco o apelmazado?
El tema es que, así como no cualquier mujer puede hacerle frente –o dorso– a un hilo dental, no cualquier hombre vuelve del underwear mal llevado. En todo caso, para el momento de elegir qué ponerse, ahí va una lista de leyes, postulados y principios.

1. Ley de comparación relativa de los volúmenes (conocida como "ley de la sopa fría"). Expresémoslo así: el Monte Blanco al lado del Everest es pequeño. A mayor volumen abdominal se produce una percepción óptica de significativa disminución de los volúmenes circundantes. No importa la dimensión real de lo que la prenda oculta, el slip está fuertemente desaconsejado para abdómenes prominentes (cadena asociativa: dohyo->mawashi->sumo).

2. Reformulación de las leyes newtonianas de movimiento (conocida como "¿ahora entendés el poder del push-up?"). Involucra la Ley de Gravitación Universal y el Principio de Acción y Reacción (1ª Ley de Newton)
de la siguiente manera:
a. Todo cuerpo de masa invariante tiende a responder al campo gravitatorio según una constante G (no confundir con el punto G que no es una constante). En buen romance: todo tiende a caer. Sí, eso también.

b. A toda acción corresponde una reacción de igual intensidad y signo contrario. Empíricamente, slip aprieta, contenido resalta.

3. Postulado de la tabla de lavar (conocido como "ponete lo que quieras pero sacate todo urgente"). Sólo aplicable a portadores de abdomen marcadito. ¿Hace falta otra explicación?

4. Axioma del calzón de seda (conocido como "axioma de Erasure"). Y es claramente un axioma porque no requiere demostración. Suavecito, suavecito.

5. Principio del calzón abandonado (conocido como "si me paspo, me la banco"). Aplicable solamente a aquellos que han eludido los efectos de la reformulación de las leyes newtonianas.

6. Ley de elasticidad de Hooke (conocida como "ley de Lycra®"). Originalmente concebida para el estiramiento longitudinal, esta ley postula que la deformación de un material elástico es directamente proporcional a la fuerza aplicada.


Como siempre hay una excepción para toda regla, sólo se registra un caso en el cual la elección del underwear es indistinta porque, a la hora de definir las características diferenciales de este hombre, todas las leyes precedentes son irrelevantes dado que sus atributos lo colocan en una categoría particular que responde al Principio de dominación femenina (vulgarmente conocido como "principio del sí, querida"). Y, obvio, ese tipo, use boxer o use slip, es un calzonudo.

21.4.08

Mamá tenía razón

Por lo general, no uso auto para moverme. Si quisiera hacer lo contrario estaría en un grave problema porque, en realidad, no tengo auto. De necesitarlo, apelo con la debida anticipación a la gentileza de alguno de mis hijos y normalmente me traslado en cuatro ruedas. Pero a veces las fuerzas divinas no se alinean: necesito un auto para moverme, apelo a la gentileza de mis hijos y la fórmula no resulta porque o tenían algo que hacer –ellos también en auto– o el vehículo estaba tomando un merecido descanso en el service.
Así sucedió hace unos días y mi jornada se transformó en un verdadero día de vértigo. Poco que ver con la adrenalínica sensación de velocidad. Mucho que ver con un desagradable malestar nauseoso.
Decidida a visitar a mis sobrinos se interpusiera lo que se interpusiese –porque mi obsesiva programación así lo había decretado–, concluí que ese día mi mejor amigo sería el colectivo 152.
El primer obstáculo fue el cambio. No, no junto monedas. No preveo necesitarlas. La escasez generalizada de metálico no me había hecho ni cosquillas. Hasta el momento en que, en función de conseguir unos míseros $1.40, tuve que idear una rápida estrategia de pequeñas compras con vueltos que no incluyesen billetes y ganarme así el encono no ya de un kiosquero sino de tres.
El segundo obstáculo –ya sé, lo mío es patético– fue encontrar la parada del susodicho colectivo tratando de descubrir si había más de una variante de 152 y, de haberlas, cuál de ella me llevaría más directamente a destino. Obtenida la información pertinente, abordé el vehículo, pedí mi boleto, eché las preciadas moneditas en la máquina expendedora y, papelito en mano, busqué un asiento.
Grande fue mi sorpresa cuando advertí que el único lugar libre, en vez de estar orientado en sentido de la circulación, miraba hacia atrás. Cosas de la modernidad, refunfuñé.
Debo confesar que, así como no soy muy ducha en cuanto a transporte público, soy bastante sensible a las consecuencias físicas de los traslados en diversos medios de tansporte. No me resulta viajar en el asiento de atrás de los autos, el subte me sofoca, el barco directamente me descompone y con el avión no me pasa nada porque soy delicada pero no soy idiota y viajar me encanta. Léase: cualquier mínimo desequilibrio, agitación o vaivén me produce náuseas. E ir sentada en contra del tránsito no es un mínimo desequilibrio para mi quisquillosa humanidad. Igual, en un acto de arrojo que no era otra cosa que terquedad –y algo de timidez por permanecer de pie como blanco de las miradas de todo el pasaje– me senté.
Al rato –poco rato– comenzó la sensación de mareo, la flojedad en las piernas y el extraño malestar estomacal que produce el vértigo. Igual,
aun ubicada en un lugar donde todo se aleja o se acerca de manera peligrosa e intempestiva, hube de reconocer –sin desmedro de la brutalidad con la que conduce buena parte de los colectiveros– que el mundo tiene otra perspectiva desde las alturas.
Embarcada en el colectivo, en mis pensamientos y en el creciente malestar, casi había llegado a destino. Con sumo cuidado me puse de pie y me dirigí –comme il faut– hasta la puerta trasera para tocar el timbre que haría detener al chofer en la parada –forma curiosa de definir un lugar aleatorio que está en el medio de la calle y en el medio del tránsito.
Caminé las pocas cuadras que me separaban de la casa de mi hermana y toqué el timbre de su puerta. No había podido deshacerme por completo del embotamiento y la náusea, y ella ya estaba preparada junto a sus dos retoños para salir hacia la plaza. Si mi vida de obsesiva es complicada, la de mi hermana, madre de mellizos de algo más de dos años es, en algunos sentidos, infernal. Cualquier movimiento o traslado le requiere un diagrama logístico de considerable complejidad (por suerte, ella no es obsesiva porque, dadas las circunstancias, serlo implicaría horas de planificación previa hasta para sonarse los mocos). Desde el sagrado momento del baño hasta una ingenua salida recreativa, todo requiere de compañía.
De modo que allí marchamos, ella manejando el coche doble y yo tratando de recuperarme de la experiencia colectivera. Bastó que entráramos al territorio del espacio público recreativo para que los dos niños comenzaran a expresar su indeclinable deseo de ir... ¡a la calesita! Imposible disuadirlos de subir al extraño divertimento. Avisé –más que aviso una vergonzante confesión– que la calesita me marea desde siempre. Mi hermana, ni lerda ni perezosa, me advirtió que ella experimenta la misma sensación. La primera vuelta requirió una ardua negociación para que las dos pudiésemos, correctamente sentadas en un banco, saludar el paso de los chicos, uno en el tanque, la otra en el helicóptero. Intercambiamos fraterna sonrisa de misión cumplida. Pero la vuelta terminó y una de las preciosuras insistía en señalar un caballito rosa (?) para el siguiente recorrido. No menos insistente, la mirada de mi hermana me empujaba a otra nueva experiencia de una náusea que nada que ver con Sartre. ¿Resultado? Una tía vieja padeciendo la interminable vuelta, una sobrina feliz, un caballito rosa sobrecargado, las figuras pintadas en el centro fijo del artefacto giratorio borroneándose. Y más vértigo y un inenarrable mareo gracias al cual el mundo siguió girando sin control un largo rato después de haber descendido de la calesita.
Moraleja: mi mamá tenía razón cuando, harta de mis delicadísimas costumbres y nobles caprichos, me llamaba "la princesa del poroto (o de la arveja o del guisante, según el uso de quien contara el cuento infantil)". Y como ni veinte colchones pueden evitar el moretón de una leguminosa en mi piel, para volver a mi casa me tomé el consabido taxi.

16.4.08

Este blog hoy cumple un año

15.4.08

Tres frases trasnochadas

Es bien sabido que cuando una persona está cansada es también más proclive a decir incoherencias.
Después de las tres o cuatro de la mañana una persona suele estar cansada.
Ergo, después de las tres o cuatro de la mañana una persona es más proclive a decir incoherencias.
Más allá de la correcta construcción y la validez del precedente silogismo, las siguientes tres frases fueron pronunciadas durante la madrugada del pasado domingo y demuestran que no siempre lo válido es verdadero:

  • YY es lectora artesanal de blogs.
  • XX es gay pero todavía no se enteró.
  • No leo blogs de gente que no conozco.
Queda en el tintero –por irreproducible– la charla astrológica que tuvo lugar entre tres damas y un caballero visiblemente agotados, a las ocho de la mañana del domingo frente al café con leche con medialunas.

El infeliz

El infeliz debe su existencia a la increíble capacidad machacadora de su esposa.
Es decir que, básicamente, un hombre de esta categoría no nace, se hace.
Su identidad se construye de manera lenta pero constante desde el momento mismo en que, sin la más mínima conciencia de las consecuencias, dice "sí, quiero" y se transforma en socio de una empresa a la que aporta capital y trabajo mientras que la otra parte es la encargada de imponer las ideas y gozar de las utilidades. Y aunque los indicios de daño colateral se advierten casi de inmediato bajo la forma de "Imaginate cuando nos vayamos de vacaciones a Pukhet" en la adorable voz de la recién casada, es con la llegada de los hijos cuando el perfil del infeliz se completa y consolida.
Es que, lejos de ser el remanso que él planificaba, el acontecimiento por el cual dejan de ser una feliz pareja de tortolitos y se constituyen en una incipiente familia es el desencadenante de una furiosa ola de pedidos, demandas, ambiciones y exigencias que, no importa el tono en que sean expresadas, le otorgan a un hombre promedio el título de infeliz.
Lo que en un principio eran sugerentes sueños de sofisticadas experiencias para dos –cualquier variable que en femenino elemental implicare la ecuación exótico+caro: destinos vacacionales, comidas, espectáculos, escapadas de fin de semana, etc., y que en masculino elemental es decodificada como "cualquier-cosa-más-sexo-pero-mucho-sexo"–, alcanza por obra y gracia de la utilización extorsiva de la presencia infantil niveles exasperantes.
Y el infeliz, que en el fondo es un esclavo vulnerable a la manipulación por la vía de la culpa, sigue trabajando y produciendo, ya no para las e(x)(r)óticas –dos sexos, dos lecturas– vacaciones sino para la seguidilla de rigurosa alternancia "los-chicos-y-yo" que ella impone y que incluye la escuela carísima, la colección de perfumes, el viaje a Disney, la semana de spa, la temporada de ski, la casa más grande, la ropa de marca, el viaje de egresados a Londres, los zapatos italianos, la Universidad Di Tella, el primer Botox, el auto para el "nene" (que en realidad es un desenfrenado que no conoce límites), las nuevas lolas...
Si en la década gloriosa que va de los treinta a los cuarenta el hombre alcanzó el título de grado de infeliz a fuerza de responder de manera prolija y eficiente a las demandas de su adorable cónyuge, en el decenio siguiente consigue el posgrado con honores. Aunque el desdichado no lo sepa, el signo inequívoco de ese
master en infelicidad, el que le otorga la medalla al mérito, es el momento en que la amante esposa –"tuneada" por Fendi, Juri y Prada– pronuncia el inevitable: "sos un adicto al trabajo", inicio de una catarata de reproches que, cuándo no, irán a mellar el costado culposo del infeliz, ahora acusado de ignorar y abandonar a su media naranja, no ver crecer a los hijos, ser un materialista, amar a su trabajo por sobre todas las cosas, estar siempre preocupado, no saber divertirse y disfrutar, quedarse dormido todas las noches, no mostrar interés en el sexo (porque seguro que tiene "otra", total la plata ahora le sobra para sostener una vida paralela y "yo que estuve todo este tiempo remándola con vos, ¿qué?"), toda una retahíla de recriminaciones más o menos ingeniosas de efectos devastadores que responden a la ley precristiana "palos porque bogas, palos porque no bogas".
En el mejor de los casos, luego de un tiempo prudencial de cargar con su maestría, el infeliz tomará coraje y huirá del hogar familiar para iniciar una nueva vida de placer y libertad en la que pueda disfrutar de lo que tanto le costó conseguir. La condición necesaria para esto es que pueda, no importa cómo, recuperar algo de vitalidad para sus machacados testículos.
De no lograrlo y si la suerte lo acompaña, su reciclada esposa será la que lo abandone para emprender la búsqueda de una nueva víctima.
Sin huevos y sin suerte, el infeliz estará condenado a la supervivencia en un medio hostil en el cual los reproches trascienden la órbita de la habitación matrimonial para esparcirse cual Ebola contagiando las voces de sus adorados niñitos.
Lo que es indudable es que, como esposa o como ex, lejos o cerca, con nueva pareja o mascando la soledad de su rostro plastificado, ella pondrá todo su esfuerzo en mantenerlo en la condición de infeliz. Y él, vulnerabilizado por años de maltrato, estará expuesto a todo tipo de recidivas.

6.4.08

Al desnudo: Yo quiero ser Paris Hilton

Y aquí llega otra que es rubia y flaca. Rica des-heredera (el abuelito Barron, harto de la vida irresoluta de su nieta, la sacó de la lista que la iba a hacer dueña de una parte de las 335.000 habitaciones con las que cuenta la cadena hotelera) que, además, como siempre sucede, es una máquina de hacer plata por sus propios medios. Es que, cito a mi padre, "la plata llama a la plata" (afirmación tautológica que provee caudal de información cero, lo que la hace inútil para la comunicación). La muchachita, que puede establecer raides de diversión y desenfreno, y cuyo coeficiente intelectual parece tender a nulo, modela, actúa en cine y televisión, canta (?), produce perfumes, tiene una línea de joyas y ha hecho de su nombre –un nombre que, seamos sinceros, no es fácil de llevar– una verdadera registradora que nunca descansa.
Poco le importó la difusión del video
One night in Paris cuyo título, es necesario aclarar, no remite a una recorrida turística por la capital francesa sino que muy bien podría aludir a las declaraciones de cierta parte anatómica (¡si esas partes hablaran!) de su eventual novio –Rick Salomon– respecto de un encuentro en el cual, obviamente, no faltó el intercambio de fluidos y que se hizo público (¡Oh, casualidad!) al mismo tiempo que se estrenaba el horrendo The simple life.
Tampoco le interesa ser constantemente perseguida por un enjambre de fotógrafos que se aplican a registrar sus proverbiales borracheras, las marcas que sus permanentes excesos le dejan en el rostro o las características de su
underwear –que suele perder la categoría de under con notable frecuencia.
Dado que no puede ser categorizada como "la más rica" ni "la más inteligente" ni "la más emprendedora" ni "la mejor vestida" ni "la más refinada" (todas cuestiones de las que está muy lejos), Forbes Magazine la clasificó como una de las 100 mayores
celebrities del mundo. Y, convengamos, es una clasificación bastante difusa porque no indica otra cosa que el espacio ocupado en los medios sea por las razones que fuere (que muchas veces tiene que ver con sus escandalosas costumbres). ¿Es que alguien me puede explicar qué otro atributo se necesita para ser una celebridad?
Y así como quien dice hoy desayuno café con leche con medialunas, Paris un día se levantó y afirmó que quería cantar. Entonces, lanzó un compacto que, aún antes de salir a la venta era conocido por nombres como
Paris is burning, One crazy party o Screwed, aunque finalmente, en un ataque de síntesis y metáfora, se decidió nombrarlo de una manera que resumía todos esos conceptos: Paris Hilton.
Y otro día fue poseída por la genial idea de hacer de su inutilidad un éxito. El producto de ese profundo pensamiento fue
The simple life. Un programa de televisión en el cual se la veía junto a Nicole Richie intentando hacer lo que la humanidad entera hace todos los días sin mayores dificultades: trabajar. Claro, ellas dos tenían que hacerlo sin perder la compostura de spoiled girls que las caracteriza: enjoyadas, subidas a los tacos aguja, cuidando las extensiones y tratando de evitar contaminarse con la multitud de plebeyos sueltos que uno se choca por el mundo cuando se baja de la limo y, horror de los horrores, se da cuenta de que las seis de la mañana es la hora de levantarse y no la de acostarse.
En cuanto a romances, se la vinculó con Leonardo Di Caprio, Nick Carter, Oscar de la Hoya (sí, Oscar de la Hoya el boxeador, aunque parece que el que la boxeó fue Carter), Brian Urlacher (un Chicago Bear), el actor Edward Furlong, Rob Mills y Britney Spears (en fin...).
Después de repetidos incidentes con los integrantes del LAPD y la justicia californiana, Paris finalmente fue detenida y condenada a poco más de un mes de prisión efectiva. Es necesario reconocer que la muchachita logró hacer de su vergonzante ida a la cárcel un nuevo circo mediático que la mostró con un traje a rayas
very chic, acompañada de su infaltable e insignificante perrito de cartera luego de haber asisitido a la entrega de los Premios MTV.
Obviamente, no quiero ser una heredera desheredada. No me podría ni acercar a su capacidad de transformar en billetes toda idiotez que la circunda. No me interesa la ridícula vestimenta de su mascota. No quiero mostrarle al mundo mis intimidades más vergonzantes (no me refiero al video sino al carácter de inútil total). No está en mi esencia competir por el, si lo hubiese, galardón a la Reina Universal del Reviente. No. No. No. Lo que le envidio con ahínco y persistencia, lo que no puedo tolerarle, lo que me hace querer ser ella es que trabajó en el monumental, ácido y comiquísimo retrato de la banalidad institucionalizada del modelaje que protagonizó Ben Stiller: Zoolander.

5.4.08

El exitoso

Dueño de un encanto singular –el que otorga haber conseguido todo (o casi) en la vida–, el exitoso es un hombre al que es difícil resistirse. No importa si es bajito, gordo, viejo y parecido a Hugo Moyano, o alto, flaco y narigón como Tristán, o muy bajito, con aspecto de alfeñique y ridículas costumbres capilares (por no abundar en el análisis de sus costumbres) como ya-saben-quien, las mujeres siempre lo ven rubio y de ojos celestes y, consecuentemente, caen a sus pies seducidas por el irresistible atractivo.
Ya sea en dependencias del tope del escalafón del Ejecutivo, el Legislativo o el Judicial, en un escenario o en el lujoso despacho de la presidencia de una empresa, lo importante es que este hombre se maneja en su hábitat como pez en el agua. En su vida hay choferes, fiestas privadas y escapadas de fin de semana a recónditos lugares del planeta; o sofisticados backstages con catering exótico, ríos de alcohol, Evian y Perrier, toallas blancas y videojuegos de última generación; o almuerzos de negocios en New York, Dubai y Singapur, aviones privados y el tuxedo Armani siempre listo para una noche de ópera en Milán.
Acostumbrado a estar siempre a la vanguardia, conoce los lugares más cool del mundo, sabe cómo cerraron los principales mercados de valores –y tiene idea de cómo abrirán al día siguiente–, podría recitar de memoria el calendario de remates de Sotheby o los modelos expuestos en la Galleria Ferrari, nadie lo iguala a la hora de elegir una alhaja, lo apasiona la cocina afrodisíaca tanto como los trajes de Hugo Boss. O bien está acostumbrado a las alfombras rojas, a besar más de una preciada lengua (de MTV por supuesto) o a sentirse el perrito de RCA adorando el codiciado fonógrafo del Grammy.
En su sobreabundante vida, la intimidad es tal vez el bien más preciado ya que se le dificulta prescindir de la nube de asesores, guardaespaldas, asistentes, rubias cazafortunas (bueno, morochas y pelirrojas también) y otras categorías menores, de la cual siempre es centro. Por eso, un minuto –sesenta segundos– de soledad y privacidad es un tesoro del cual le es casi imposible disfrutar porque en ese corto lapso que hubiese querido solitario se le presentará más de un integrante de su entorno tanto para que resuelva u opine sobre cuestiones impostergables como para cerciorarse de que este Pu-Yi ya crecidito se encuentre siempre en óptimas condiciones.
Perseguido por flashes y micrófonos, sus asuntos del corazón son escandalosas noticias o secretos a voces que corren como reguero de pólvora y explotan tanto en la sección política de algún diario como en la mediocridad de un programa de chismes faranduleros (y a veces en los dos).
Su presencia desencadena miles de fantasías que lo sitúan en una intimidad tan potente, segura y llena de glamour como su vida pública. Pero la realidad es muy diferente: el exitoso termina resultando un fiasco. Sus intereses y prioridades no dejan lugar para ninguna otra pasión.
A la hora de los bifes es probable que su rendimiento sea, literalmente, poco satisfactorio –sobre todo si se trata de desempeño "al natural", modalidad en la que no recurre a ninguna little help of my friends–; despojado de sus principescas vestimentas y accesorios –especialmente de la billetera (de la idea de billetera, porque la billetera real nunca la lleva encima) y otros atributos de mando– recupera las nobles características de cualquier hombre común –demasiado común–; si ha comido y bebido como un bárbaro –lo que hace con frecuencia– las cosas empeoran; y si, además, le sobreviene el bajón adrenalínico producto de una jornada agitada que llega a su fin, es casi seguro que el día que comenzó rosqueando al más alto nivel o que lo enfrentó a los alaridos de miles de fans enardecidas o que alcanzó el clímax con un aria magnífica de La Bohème en Sydney, lo termine desparramado sobre una cama –king size, of course– roncando a pata suelta sin siquiera haber llegado a sacarse las medias (imagen terrible si las hay, la del hombre en medias) mientras la dama de turno –desvelada, insatisfecha y falsamente cándida– se pregunta, una vez más, mirando la pulsera de Van Cleef que adorna su muñeca, "¿qué hace una chica como yo en un lugar como éste?".

2.4.08

La cola entre las góndolas

Cuando el supermercado está que arde, mi cabeza se pone a tono. Nada más adecuado para generarme estados alterados de conciencia que una larga fila que invita a la observación descarnada de la curiosa fauna que lo habita. Y mucho más un jueves santo a las dos de la tarde.
Una pareja, inocultablemente enojado él, con gesto de resignación ella. Sin chango ni canasto. Con sólo un blister de aromatizante de ambientes en la mano y los cascos de la moto colgando de sendos brazos. Un comentario oído al pasar proveniente de la boca masculina: "Acá me tenés, haciendo pavadas y perdiendo el tiempo por vos...". Aun sin posibilidad de escuchar el final de la frase, algo en mí se movió al punto en que, sin ausentarme de la fila interminable, mi espíritu corrió hacia ellos. Entonces vi que mi dedo índice se clavaba repetidamente en la espalda del hombre para llamar su atención y, teniéndolo ya de frente a mí, lo increpaba como lo hubiera hecho un barra brava de Defensores de Belgrano tratando de hacer migas con uno de Excursionistas (lo que equivale a decir "buscando roña"): ¿Sos tarado, vos? ¿Quién te obliga a hacer pavadas? ¿Te parece manera de tratar a una mujer? ¿Quién carajo te creés que sos? Para que lo tengas bien clarito, si estás acá es porque querés. Ya sos bien grandecito para que te arrastren de la mano como chico al colegio. ¡Idiota!
No había terminado de proferir la filípica imaginaria contra don Glade y señora cuando volví a verlos pasar frente a mí, ya sin el aromatizante, igual de contrariados, dirigiéndose hacia la salida.
De inmediato, una mujer de volumen notable que paseaba buscando una caja que no estuviese desbordada, se detuvo un instante para analizar el largo de mi fila y ponderar el tiempo que debería invertir para pagar su compra. Miré el chango. Estaba repleto de mercaderías diversas, todas de alto valor calórico, pero me llamó la atención la grotesca cantidad de Activia que pretendía llevarse a casa. No pude evitar un pensamiento maligno: ¡Esta mina es de las que se creen el cuento de que el tránsito lento engorda y, en consecuencia, el rápido adelgaza, y se va a mandar todo lo que lleva en el chango y después un Activia como antídoto para la culpa!
Evidentemente, yo estaba pensando demasiado porque la fila era larga. O porque la cajera era lenta. O ambas cosas a la vez, me dije sin llegar a ponerme de acuerdo conmigo misma.
Otra pareja, estos de mediana edad –más mediana que la mía. ¿O será menos?–, con el carrito lleno de comida instantánea e importada: sobres de fideos con salsas varias y arroces precocidos y precondimentados, latas de sardinas, chipirones y pimientos del piquillo, galletitas danesas de manteca. Me sonó una alarma interior: cada vez que las góndolas se llenan de artículos provenientes de lejanos rincones del planeta es que acá, justito acá, se está por quemar el rancho.
Mientras tanto, aun en medio de la intensa actividad mental de la que era presa, no podía alejarme del hastío de la espera. La mujer que estaba justo detrás de mí parecía leer mi mente: "Esta cajera empezó hoy", dijo en voz alta. Me di vuelta y sonreí. Ella siguió hablando intrascendencias. Era como si una súbita ráfaga fraterna hubiese invadido la fila. "Esto parece la autopista del sur", sugerí citando a Cortázar. "Bueno, sí, claro, el que no está yendo a Mar del Plata, está acá", agregó dando muestras de no haber comprendido mi referencia. Lo dejé pasar. No se puede exigir conocimiento literario en la fila del supermercado. Debía seguir leyéndome la mente porque empezó a contar su experiencia con un cajero novato en un banco estadounidense al que había llevado dinero argentino en billetes chicos para cambiar por dólares y ponerlo en su caja de seguridad. Puse mi mejor cara de "cuánto te admiro, ¿me dejás ser tu amiga?" aunque la historia me sonaba poco convincente desde el momento en que dijo "banco norteamericano" y "billetes argentinos de baja denominación", dos categorías incompatibles.
Aunque lenta, la fila avanzaba pero el señor que tenía la gloria de estar frente a la cajera pagó una compra de cuatrocientos pesos con tickets de –otra vez– baja denominación. Un trámite engorroso que a la chica de la caja parecía provocarle un principio de surmenage. El joven que estaba delante de mí, con una graciosa remera en la que se leía "Aerolíneas Blanco Encalada, 747 mm de lluvia", seguramente envidioso de mi recién comenzada amistad con la señora de baja denominación, metió un bocadillo: "Ahora que me toque a mí, voy a ponerme a charlar con la cajera para hacerle perder tiempo". Si quería caernos simpático, obvio que la velada amenaza de eternizarse en la cola no fue de gran ayuda. En el interín, crucé el "charco" entre la línea de cajas y las góndolas (el mismo espacio del que había desalojado a trescientos diecisiete vivillos que pretendían no haber visto a quienes pacientemente abríamos una brecha en la línea para facilitar la circulación). En mi travesía me llevé puesto el exhibidor de pilas Duracell. Los paquetitos colgados se balancearon peligrosamente. Desde la otra orilla, mi amiga me saludaba con la mano. Me dediqué un rato a mirar el panorama probando con mi conducta irresoluta las teorías de la compra compulsiva: agarré de un estante libros infantiles y empecé a hojearlos. Finalmente, luego de un rato de buscar a Wally en una hoja plagada de dibujitos minúsculos (que, además, estaba adivinando porque sin anteojos sólo eran una masa informe y borrosa), me aburrí y lo tiré en el chango. Luego posé mis ojos sobre las bolsitas de Twistos. Había visto el comercial de televisión pero nunca los había probado. Tomé los dos envases (el de queso y el de jamón crudo) y también les hice un lugar entre mis cosas a pagar. Entusiasmada, mi eventual amiga me hizo señas que revelaban que había hecho una buena elección. "¡Son riquísimos! ¿Probaste los de manteca?". Negué con una seña. La verdad, ya me estaba poniendo incómoda tanta familiaridad. Pero ella, que no me leía la mente, se hizo una escapada a una caja vecina y volvió con los Twistos de manteca y, como si me hiciera entrega de una medalla olímpica, me los dio para que los agregara a mi chango.
A esa altura, lejos de mejorar, la situación en la línea de cajas se hacía insostenible. Los mediana edad del changuito importadísimo volvieron y con aire de resignación y supremo malhumor se acomodaron en el último lugar de mi fila, allá atrás, por la mitad de la góndola de alimentos balanceados para mascotas. Otra prueba de la máxima supermercadista que predica "más vale cola larga que esperanza de cola corta".
Entre tanto, la señora baja denominación se esmeraba en cronometrar –y relatar– la evolución de las cajas vecinas: "Esa señora de la fila de la izquierda estaba después que yo y ya está pagando", "Los changuitos de la fila de la derecha están menos cargados", tras lo cual, celular en mano, se aplicó a mandar mensajes de texto. Pero no conforme con establecer comunicación con el mundo exterior –o necesitada de mantener la comunicación establecida con el entorno (o sea, yo)–, cada vez que tocaba una tecla explicaba su conducta y me proveía una exigua e innecesaria explicación acerca del contenido del mensaje: "Les digo que estoy retrasada" (¿A quién le dice? ¿Retrasada para qué?); "Tengo tres personas delante de mí" (Sí, claro, una soy yo).
Para cuando el Aerolíneas Blanco Encalada llegó a destino y aterrizó frente a la cajera, el ánimo de la señora de la cola contigua alcanzaba el paroxismo. En voz alta y profiriendo bufidos, pontificaba contra los "negreros dueños de supermercados que en vez de habilitar más cajas nos condenan a la espera... ¡Algo se traen entre manos que no quieren que compremos!", inaugurando una nueva teoría de la conspiración supermercadista frente a los ojos azorados de sus dos hijas. Mirándola, divisé tras ella un expendedor de golosinas. Entre los huevos de pascua de todo tamaño, las gomitas de colores me saludaron esparciendo su cobertura azucarada. Advertí que estaba al borde de otra compra compulsiva diabólicamente planificada. Resistí. Me imaginé clavada al piso, impedida de dar un paso. Volví a atender la incesante charla de la señora de baja denominación que nunca había dejado de hablar pero que sí estaba padeciendo los efectos de mi mute interno. Hasta que escuché el saludo cordial y amistoso de Aerolíneas Blanco Encalada que, con un changuito muy acotado al asado hereje del jueves santo, se despedía habiendo cancelado su cuenta. En ese preciso instante, cuando sentí que estaba por cruzar la línea de llegada y podía enfrentarme al último paso de mi carrera hacia la libertad, vi con horror que la cajera lenta y/o novata se ponía de pie y dejaba su lugar a una reemplazante no sin antes haber hecho las cuentas, pueso en orden los vouchers de tarjetas de crédito y contabilizado los tickets que había recibido durante su turno de trabajo.
Mi gran amiga –el camino de los afectos es curiosamente retorcido–, la señora de baja denominación, se puso extrañamente contenta con el new shift. La miré sorprendida. "Esta no puede ser taaaaaan lenta", me dijo alargando el "tan" taaaanto como le fue posible sin reponer el aire de sus pulmones. Y llegué. Y mientras ponía la mercadería sobre la cinta me di cuenta de la cantidad de cosas inútiles que había sumado a mi compra. Y mientras pagaba me di cuenta de que soy demasiado terca como para renunciar a ellas. Y mientras llenaba de vuelta el carrito, esta vez con los artículos ya embolsados, respiré hondo y tuve la curiosa sensación de estar a punto de salir de una burbuja de realidad alternativa en la que había estado inmersa, ausente del tiempo. Giré la cabeza y le hice a la señora de baja denominación un gesto de saludo. Fue tan cinematográfico como una escena de película de ciencia ficción en la cual un astronauta se despide de su compañero antes de salir, sin certeza sobre su regreso, al espacio exterior. Finalmente estaba libre y, como alguna vez escribió Fernando Pessoa, el universo se me reconstruyó sin ideal ni esperanza.