28.6.08

Algo sobre Twitter

Gracias a la osadía de Humberto que me invitó a escribir sobre el tema, algo de lo que pienso sobre Twitter está acá.


25.6.08

El friolento

El friolento es el clásico tipo que cuando se tiene que meter al mar, en vez de zambullirse bajo una ola cual héroe de Baywatch, elige probar la temperatura del agua con la punta del pie y entrar despacito, de a poquito. En la vida le pasa lo mismo: cuando llega la hora del piletazo, lejos de ensayar una entrada triunfal, prefiere bajar la escalerita y que se le ponga la piel de gallina, sobre todo cuando el agua le llega a la altura de los genitales.
En lo que hace a las mujeres, no importa si se miente a sí mismo diciendo que es precavido –palabra de viejo si las hay–, si se cubre con una armadura de justificaciones del tipo contradicción interna como "apuesto sobre seguro" –¿"apuesta" y "seguro" en una misma frase?– o, peor, "vayamos paso a paso" o la ridículamente banal "estamos conociéndonos", más apta para una aspirante a felino con exposición catódica que para un señor hecho y derecho.
El friolento es, en el fondo, un cobarde.
En su cabeza, cuando está solo o imagina sus próximos avances, es casi un galán hollywoodense de las décadas del 40 y 50; uno de esos héroes recios que en la intimidad dejaban al desnudo con sublime pudor un romanticismo irresistible. Porque, convengamos, para una mujer hay pocas cosas más irresistibles que un recio-romántico: pocas palabras, mucha mirada y el gesto exacto en el momento justo.
Por fuera, este modelo de hombre, en cambio, es pura inminencia. Siempre está por tomar la inciativa, siempre está por dar "ese" beso, siempre está por dejar salir el tigre que tiene adentro... pero no se anima. Y si bien ese estilo prometedor e insinuante genera en la mujer una expectativa en la cual la tensión sexual sube y sube, cuando la concreción no llega o se posterga, la cosa se desinfla de manera irremediable.
Lo peor de todo es que cualquier mujer que tenga frente a sí un friolento no puede dejar de advertir el volcán pasional que él transmite a través de sus ojos. Es que la mirada de un friolento refleja pasión contenida –la mejor pasión, la pasión medio histericona– y expresa, sin dudas, lo que él ha imaginado con tanto fervor. Pero lo que nunca llega –o se posterga indefinidamente– es ese "gesto exacto en el momento justo" que tanto promete y alimenta con sus actitudes.
Es que en el fondo del alma de un friolento, siempre está –y opera como realidad– la imagen de la pileta vacía. Y el peor problema que enfrenta es que, mientras él considera la existencia o no del agua, la ecuación entre temperatura ambiente y temperatura del líquido, las condiciones de viento y humedad, siempre llega un temerario que se tira a la pileta y le da una alegría a la mujer que, a punto de caramelo y cansada de emitir señales desoídas, se echa en los brazos del recién llegado sin el más mínimo remordimiento.

18.6.08

Cuando las personas no se escuchan

Desde que tengo memoria, cualquier ocasión en que mi familia se reunía era motivo para un debate. La mesa, una tribuna. El tono siempre encendido.
Mi padre, hábil argumentador, y mi madre, que solía –aún suele– naufragar en la esgrima verbal apasionada, se embarcaban en discusiones que invariablemente tenían que ver con dos de los temas menos recomendables desde el punto de vista del protocolo social: política y fútbol. De los dos restantes, la religión no era parte de la agenda; y el dinero representaba apenas un medio necesario para conseguir cierto confort.
Si se trataba de fútbol, para el 66, el equipo de José –y de Ricardo, mi papá–, la Academia, coronaba una campaña brillante con el campeonato mundial mientras que el de mi mamá, el glorioso River Plate de mis desvelos, todavía tendría que ser objeto de las burlas contrarias y esperar unos cuantos años para festejar un campeonato.
En lo que hace a política, crecí, acostumbrada a las polémicas, consciente desde la más tierna infancia de las diferencias que separaban a los peronistas –dicho con tonito despectivo– de los radicales –sólo ocasionalmente llamados por su nombre y con frecuencia tildados de "gorilas" o, en el mejor de los casos de "contreras"– y del tinte ideológico de los diarios (en casa siempre se compró más de uno porque había que conformar a las dos partes) que, la verdad sea dicha, en algunos casos iba virando según los vientos.
Aunque no entendía por qué mis viejos se reían a carcajadas –rara vez los dos al mismo tiempo– de ese señor vestido de frac que, con un puro entre sus dedos, hablaba a una velocidad increíble de cosas que a mí me resultaban absolutamente oscuras, o mantenía supuestas conversaciones telefónicas –a la manera de un moderno asesor– con quien, después supe, era el presidente de turno, Tato fue el invitado de honor de todos los domingos a la noche, una suerte de tercero en discordia que no admitía preferencias ni brindaba consoladoras palmaditas en el hombro de ninguno de mis progenitores y que, como nadie, eludía los vericuetos de la casi siempre presente censura.
Más tarde, cuando llegaron los progamas "políticos", también me hice abonada gracias no a mi comprensión de los temas sino a mi inclaudicable esencia de "nenita de televisor".
Recuerdo la desbordante alegría de mi madre festejando el triunfo de la fórmula Illia-Perette perteneciente al partido de sus amores mientras mi padre, taciturno, paseaba su tristeza por los rincones. De esa misma época es mi recuerdo de haber escuchado por primera vez las palabras proscripto y proscripción. En cambio, Perón y Evita llegaron a mi vida mucho más tarde porque en ese momento era aconsejable no nombrarlos.
En el discurrir de los años entendí, no sin dificultad, que a veces el que estaba contento era mi papá y que, sin dudas, llegaría el momento en que la que estuviera radiante fuese mi mamá. Y lo realmente valioso es que el tener que verse las caras todos los días los transformó en adversarios conscientes de la provisoriedad de los festejos, seguros de que la celebración propia no era a costa de la humillación ajena, y de que el vencedor de hoy sería el vencido de la próxima ronda.
Hoy agradezco que no me haya tocado un hogar en el cual las etapas de euforia compartida dejaban lugar a otras de sombrío resentimiento mascullado al unísono.
Con el tiempo accedí a las discusiones, más atravesada por la pasión peronista –que ya no era mala palabra– que por la democrática tradición radical. Hoy viene a mi memoria cierto inocultable orgullo de mi padre mientras, animándome a polemizar, entrenándome para la confrontación, me desafiaba a que argumentara: "Convenceme de que tenés razón. Vamos, convenceme".
Si bien las peleas eran ásperas, la vajilla nunca perdió su lugar en la mesa y nunca presencié más que las rispideces del tajante disenso. De hecho, después de más de cincuenta años, mis padres aún piensan distinto y aún siguen juntos.
Tal vez esa convivencia sin acuerdos pero con respeto sea la razón por la cual durante todos estos días me lastimó la incomprensión, la sordera, la descalificación y la aparentemente ineludible compulsión a alinearse de una vereda o de la otra. Tal vez por eso me cuesta entender los enfrentamientos en los cuales el autoritarismo, la amenaza y la intimidación se imponen a la razón. Tal vez por eso, entiendo la democracia como la posibilidad valiosa e irreemplazable de vivir en la diferencia. Tal vez por eso, en contraposición a la costumbre heredada y alimentada por mi familia, elegí el silencio.
Es que, desde mi experiencia, cuando las personas no acuerdan no está todo mal. Cuando de verdad está todo mal es cuando las personas no se escuchan.

13.6.08

Media pila

Esto de andar vagoneteando por blogs ajenos me ha puesto en estado de pereza absoluta. Cada mañana, mi vocecita interior autoritaria y culpógena me despierta con órdenes y recriminaciones varias: que no estuve escribiendo para los blogs, que qué me pienso yo que son los lectores, que siempre la misma inconstante y desaprensiva, que para cuándo voy a madurar y ponerme a trabajar como corresponde... y toda esa cantinela aburrida pero penetrante como un taladro eléctrico que va dejando mi cabeza cual queso emmenthal bien estacionado (¿queda claro que no puedo dejar de pensar en términos de placer?).
Para colmo de males, se me ha dado por tener la casa perfumada y por escuchar musica apaciguante. Si a eso le sumo el gin tonic o la copa de malbec de las siete de la tarde, experiencias dionisíacas que alimentan mi temperamento naturalmente inclinado al dolce far niente, cualquier actividad relacionada –aun de manera lejana– con el trabajo se diluye en vahos de eso que los franceses han llamado, con inigualable sabiduría y sutil musicalidad, nonchalance.
Y dado que, además, tengo un enorme poder de sordera volitiva, eludo de manera sistemática la lucha sin cuartel que me tiene como campo de batalla; una pelea en la cual mis dos voces, respondiendo cada cual a su esencia de mesura o desmesura, tratan de imponer sus perspectivas de la vida.
Pero como no todo es autodeterminación, aquí estoy. A media máquina, con la –apenas– media pila que se necesita para escribir medio post que suene medio como a excusa.

7.6.08

Invitada

Por gentileza de Federico Aikawa he sido invitada a ventilar mis desatinos acá.
Incorregible como soy, escribí un post para publicar en cinco entregas consecutivas.
Visiten y disfruten.

3.6.08

Nosotros, todos, ellos, nadie

Palabras que se utilizan a diario y que, de un modo a veces inadvertido, segmentan, unen, delimitan, excluyen, juntan, separan, incluyen. Que nos atan unos a otros en grupos a los que pertenecemos o en totalidades de las que no podemos escapar. Que nos obligan a tomar posición de un lado u otro o, lo que es más curioso aún, cuando implican la adhesión a posiciones extremas que no compartimos, nos dejan en un limbo extraño, ajeno y que suele parecernos solitario.

Nosotros no somos ellos. Nosotros podemos ser una multitud que remite a todos los individuos existentes o a apenas dos: vos y yo. Nosotros puede incluir a quien escucha pero también puede excluirlo dejándolo reducido a la soledad o diluido en un ustedes casi despectivo. Nosotros puede marcar el límite entre un acá aceptado y valorado, y un allá que no nos atañe o que, incluso, nos disgusta.

Ellos son los otros. Los que no caben en el nosotros. Los que están en otra vereda. Aquellos, los diferentes, que ocupan el espacio tras la imaginaria línea de división que nos discrimina. Y aunque ellos sean los vecinos –un prójimo próximo– o los hermanos, claramente no son nosotros y se nos hace difícil, cuando no imposible o impensable, estrecharlos en un abrazo.

Todos somos nosotros y ellos. Pero no siempre es tan así. Porque con frecuencia, todos es casi lo mismo que nadie y lo que es de todos no es de nadie. O el todo es más que la suma de las partes. O entre todos no hacemos uno. Y en el revoltijo de la generalización, todos no quiere decir rigurosamente todos.

Nadie, que a simple vista parecería ser ninguno, una ausencia de cuerpo, un espacio vacante, la mayoría de las veces, sin embargo, es alguien y tiene un nombre que no queremos pronunciar o hace referencia a una persona a la que conviene mantener en el aséptico anonimato que provee el nadie. Nadie es la palabra que recuerda la astucia de Ulises frente al cíclope. Es, también, la abolición del yo, del tú, del ellos y hasta del escurridizo nosotros (que quién sabe quiénes seremos). No hay nadie niega doblemente porque si hubiera nadie sugeriría presencia y si no hubiese alguien implicaría ambigüedad.

El caso es que, sin dudas, nosotros, ellos, todos y nadie son palabras difusas. Baste pensar en un funcionario público que durante una alocución dice "nosotros".
¿De quiénes habla? ¿Cuántos de los círculos concéntricos de la sociedad está mencionando en ese pronombre personal? ¿La totalidad de los estamentos sociales, la totalidad de los ciudadanos, el conjunto de personas que conforman el auditorio, aquellos que con su voto lo llevaron al podio desde el cual está hablando, el grupo más o menos numeroso de personas que –aunque no lo votaron– comparten su visión, el grupo de personas que lo acompañan en la función pública, el puñado de personas que han tenido acceso al atril desde el cual emite su mensaje, su familia y amigos?

Es bastante común que, al comenzar sus funciones, los mandatarios presidenciales –sobre todo en la Argentina– digan nosotros y se estén refiriendo a la gran mayoría, una suerte de todos. O casi. También es bastante común que, al avanzar la gestión, ese nosotros remita cada vez a menos personas mientras que el ellos se agiganta y amenaza. Algunos lo llaman "caída de la imagen positiva". Otros, "la soledad del poder". Lo cierto es que, cuando se trata de nosotros, ellos o todos, nadie sabe muy bien de qué está hablando.