26.1.09

Invocación

¡Oh, serena deidad del shampoo y el acondicionador! Dame la sabiduría para elegir el producto indicado, la serenidad para esperar que tus bendiciones se transformen en más brillo, menos resequedad y desaparición completa del frizz; y el equilibrio para que los dos frascos se acaben al mismo tiempo.

20.1.09

El hombre

Con poco más de quince años –hace mucho tiempo– leí el libro de Irving Wallace que le da nombre a esta entrada. Fue durante una de esas maratones de lectura a las que tenía acostumbrados a mis padres y en las que devoraba todo impreso que encontrara a mi paso.
La contratapa decía esto:

¿Puede un negro llegar a ser presidente de los Estados Unidos? ¿Es posible que logre superar las infranqueables barreras –intereses monopólicos, grupos de presión, racismo, indiferencia, inoperancia del sistema electoral americano– que indudablemente encontrará a su paso? E incluso en el caso de que consiga franquear todos estos escollos, ¿podrá llevar adelante su empeño de transformar el país, de convertirlo en una auténtica democracia? [...] Dilman, que está en el gobierno pero no tiene el poder, intenta llevar adelante su programa tratando de superar con decisión los problemas nacionales y las crisis internacionales, enfrentándose a la pasividad de ciertos sectores, a la incomprensión de otros y a la abierta hostilidad de sus adversarios. Combinando hábilmente realidad y ficción, Irving Wallace confirma su talla de excepcional novelista y logra darnos un diagnóstico crítico y contundente sobre uno de los más graves problemas que tiene planteados la nación norteamericana.
Salvando las distancias, por supuesto, –vale aclarar que "el hombre" en El hombre ha asumido la primera magistratura en virtud del deceso del presidente– jamás pensé que llegaría a ver la hipótesis de Wallace hecha realidad y retransmitida masivamente hasta el hartazgo.

7.1.09

Rara avis


Una experiencia extraña y gratificante que merece un agradecimiento mayúsculo a Carly, la autora de esta reseña realizada para la revista EMMIE.


6.1.09

Laurita mira la tele – Episodio II

Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquiles...

Yo lo detestaba. Lo odiaba con la intensidad extra que sólo provee una envidia feroz y ciega. Con ese ímpetu sin riendas de los siete u ocho años, cuando se puede desear lo peor porque la culpa es apenas un retortijón que nos asalta en el momento previo a dormirnos, un pinchazo tan leve que no produce remordimiento alguno.
Lo odiaba pero no dejaba de mirarlo. Asistir a su aparición en la pantalla era un acontecimiento insoslayable que yo esperaba con ansiedad. Cuando la voz del presentador anunciaba su llegada, yo sentía acelerarse mi respiración. Lo veía entrar en cuadro, seducida por su impecable traje, el pelo prolijamente peinado, la expresión de "chico más bueno de la cuadra", una humildad que de lejos se percibía falsa y la muy conveniente sonrisa dentífrica. Esa corrección inicial –tanta ubicuidad daba náuseas– no era más que el mal disfraz de la altanería y la autosuficiencia que saldrían a la luz minutos después.
Por supuesto, el hipnótico placer de verlo concursar no sólo me atrapó a mí. Miles de personas aguardaban con ansia el día y la hora de su presentación. Era un fenómeno en el más riguroso sentido de la palabra: cosa extraordinaria o sorprendente; persona o animal monstruoso, y –también– persona sobresaliente.
Y yo no lo toleraba.
Teníamos muchas cosas en común. Tal vez demasiadas. Los dos habíamos leído –y comprendido– muy tempranamente la obra de Homero. Nuestra cotidianidad estaba poblada de esos dioses paganos permanentemente agitados por pasiones humanas. Eramos tan memoriosos como capaces de crear escenarios para esos mundos de palabras y dar cuerpos a los héroes de papel. Podíamos ser encantadores frente a un auditorio, sorprendiendo con nuestra rapidez mental y con muestras de ironía muy poco frecuentes en la infancia. Nos sentíamos más cómodos frente a adultos que frente a pares.
Pero nuestras vidas paralelas de niñitos prodigio tenían destinos por completo divergentes: mis padres jamás hubiesen avalado semejante exposición pública, ni permitido que me alejara tanto de las cuestiones relativas a mi edad, ni aceptado exhibirme como una mercadería rara, singular, escasa, selecta. Mucho menos hubiesen considerado hacer dinero con mi precoz intelecto.
Me costó años entender que tras sus respuestas a cámara, soberbias, seguras, indubitables, había como poco una obsesión malsana, muy lejana de cualquier placer infantil y dedicada al regodeo de los adultos circundantes.
Me costó años darme cuenta de que jamás hubiese podido ser él. No así. No de memoria. No con esa intensidad. No bajo esa presión. Y en ese recorrido, también me di cuenta de que no sólo no hubiese podido ser él; no hubiese querido ser él.
Es cierto, yo hice de él mi enemigo y mi contendiente durante mucho tiempo.
Es cierto, yo envidié con ira helénica a Claudio María Domínguez y su millón de pesos ganado en Odol Pregunta.
Por suerte, la intervención divina –olímpica, por supuesto– me sacó de ahí.