27.10.08

Armando el arbolito

La cosa es sencilla. O al menos lo parece. Conocés a una persona. Te encanta. Pensás que es absolutamente perfecta. Pero como desde la más tierna infancia te enseñaron que la perfección no existe, no te resulta tan fácil comerte la galletita. Como, además, tu tierna infancia ya está lejana y borroneada por los años, el ojo se te afinó y las imperfecciones saltan con notable rapidez. Lo que el tiempo no se lleva nunca, empero (y cazá este preciosismo del lenguaje), es la ilusión de lo perfecto. Y te entregás a esa búsqueda incesante y llena de trampas (que vos misma te encargás de poner y en las que, sabés, vas a caer irremedablemente).
La primera etapa es la vacacional. A ver si nos entendemos: ¿qué puede estar mal en una playa de arena blanca y aguas transparentes, echada bajo una palmera y tomando daikiri de a sorbitos mientras mirás la caída del sol? Nada. Nada puede estar mal. Y en ese estado te pone la primera etapa de una relación.
La segunda etapa es de vuelta a clases. Hay que empezar a ordenarse porque, como es bien sabido, las vacaciones no son eternas. Con toda la energía que otorgan el placer y el buen descanso, te ponés a organizar. Y la organización trae la primera visualización de los detalles. Nada grave, insignificancias que te zumban un poquito en los oídos pero que enseguida se diluyen. Molestias que te encargás de catalogar como pasajeras. Después de todo, siempre hay un feriado largo de Semana Santa para reeditar la experiencia de la playa paradisíaca.
Pero lamentablemente, al llegar a la playa con la intención de restituir ese sentimiento de plenitud y éxtasis, advertís que el clima cambió, la corriente cálida que traía cardúmenes de pececitos de colores se retiró, el cielo no es tan azul, la palmera no tiene tantas hojas, el daikiri está aguado y hay un vientito de lluvia que levanta arena y te hace llorar los ojos.
Así como quien no quiere la cosa, volvés a casa (otra vez la rutina). Algo de desilusión te embarga. Esos pequeños detalles insignificantes ocupan cada vez más lugar en la vida cotidiana. Y cada vez ponés más energía en desoír las señales de alarma recurriendo al repertorio de excusas y justificaciones que sólo vos podés hacerte creer que creés.
En este punto, las vacaciones de invierno ya no son un remanso sino el necesario lugar adonde escaparte. Algo maltrecha pero irrenunciable, la ilusión vuelve a aparecer bajo la forma del 'cambio de aire'. Aunque ese 'cambio de aire' sean quince días encerrada en una casa viendo cómo afuera arrecia la tormenta y adentro te abate un supremo aburrimiento hasta que tu deseo se reduce a nada y no ves la hora, bendita hora, de volver al efecto anestésico de la malhadada (otra perla del idioma) rutina.
Porque, claro, en el tiempo transcurrido has descubierto que lo cotidiano opera como una suave droga que te permite seguir adelante sin naufragar en las insignificancias que ya ostentan la categoría de océano.
Ahora bien, como toda medicación, ésta también tiene efectos no deseados. Cierta irritabilidad es, tal vez, el más evidente.
A medida que el tiempo transcurre la situación empeora al punto que ni la llegada de la primavera representa una tregua y aunque el diccionario de excusas ha llegado a ser la obra más completa de la literatura universal (lo que confirma que la carrera por la perfección es inagotable), creerte los viejos discursos se transforma casi en el único objetivo de tu vida.
Así las cosas, te das cuenta de que ha llegado el tiempo de la cirugía mayor. Entonces, con la esperanza agonizante, buscás las cajas polvorientas. Y armás el arbolito.
Le colocás esas virtudes que nunca tuvo: las luces, las guirnaldas plateadas o doradas, los adornos coloridos, la estrella en la punta... Todo para que las ramas machucadas pasen desapercibidas. Para tapar la tristeza de ese esqueleto raquítico, lo cubrís de brillos baratos y nieve falsa. Sabiendo que es tu último esfuerzo, agarrás papel y lápiz y escribís la carta que empieza 'Querido Papá Noel' y aunque querés, intentás y deseás con toda tu alma y tu corazón que las cosas sean diferentes, tu vocecita interior ya no se calla: el árbol es de mentira, jamás habrá nieve en diciembre en este lugar del mundo... ¡y Papá Noel no existe!

17.10.08

Miserias 2.0

En el infinito entramado de la web, allí donde todo se entrecruza, se esparce y se multiplica; donde crece la ilusión de lo democráticamente colaborativo, hay un minúsculo barrio cerrado: la comunidad 2.0 argentina (?).
Pretencioso, como casi todas las urbanizaciones de ese estilo, el barrio crece contra la dirección lógica; es decir, de los límites hacia adentro. Por afuera del cerco lo que abunda es la marginalidad. El interior es de callecitas prolijas y vistosas, una suerte de Whisteria Lane en la que todos se conocen, se saludan, se envidian y, sobre todo, se sienten importantes, mucho más cuando para entrar atraviesan esa zona incierta por la que transita "la gente común" (poniendo el acento en lo ordinario que es ser común).
Por supuesto, el barrio no escapa a las reglas de las pequeñas congregaciones: todos saben todo del prójimo –y cuando a alguno se le escapa algo, no falta el alma benevolente que lo chismorrea con supino placer–, todos miden la bonanza del vecino en términos de popularidad, de apariciones públicas, de visitas, de ese "ser re top" que desvela a los que corren en el segundo pelotón; todos cuidan con obsesivo fervor de perro en celo que el perímetro se mantenga inamovible; muchos emplean a habitantes de la periferia dándoles así la invalorable oportunidad de acceder al olímpico espacio... para hacer tareas de limpieza y mantenimiento.
Están los promiscuos que desean a la mujer del prójimo –por lo general una exhibicionista que devela histéricamente su intimidad– y la espían por las noches a través de la ventana que, como al descuido (un descuido muy cuidado), deja ver lo obvio. Están los fanáticos que se pusieron la camiseta del barrio y salen al mundo con ella aunque afuera nadie sepa de qué se trata ni conozca los colores de tan pequeño club. Están los que hacen ruidosas fiestas cada vez que conquistan una nueva baldosa del ghetto. No faltan los que conservan muertos en los roperos (¿por qué iban a estar al margen de lo que sucede en todos lados?).
Y están –Oh, my freakin' dog!– los que se pegan al alambrado pugnando por entrar y mezclarse con aquellos cuya única singularidad es que no se mezclan.
Lustre, brillo, maquillaje y un cheese –larguísimo, por favor– para que la foto deje ver las luminosas sonrisas de los beneméritos miembros de esta prestigiosa comunidad.

9.10.08

San Google

La mecánica es sencilla: uno escribe, la gente busca. Tipea en la ventanita y así aparecen las plegarias a San Google bajo la forma de keywords que van enlazándose como las cuentas de un rosario.
Lo extraño es que, si bien este santo siempre escucha, a veces responde como un casamentero loco que arma parejas imposibles, ridículas, surrealistas.
Cientos de cándidos alumnos han llegado a mis páginas herejes buscando estados de agregación de la materia para, seguramente, cumplir con alguna asignación escolar. Esos son los cultores del Rincón del vago.
Están, también, los prácticos que aterrizaron de narices porque querían saber cuál es el orden de los alimentos en la heladera y, por supuesto, encontraron mi costado obsesivo; o los que necesitaban frases de obituarios. Los iracundos que, casi como una declaración de principios, tipearon me cansé de las palabras; los atribulados como la que confundió la ventanita con un confesionario y se lamentó ¿por qué me confiesa que es casado después de un mes de relación? Y los despistados de siempre como el o la que, en estado de emergencia o como un gesto previsor, se interiorizó acerca de un albergue transitorio en Dubai.
Luego vienen los serial searchers. Los del bello encarnado (sí, copio bien lo que otros escribieron mal) en cejas, piernas, y en relación con el VIH. Los del bulto: bulto slip, bulto boxer, grandes bultos, hombres con bulto, push-up para el bulto y siguen los bultos. Los de los desnudos, nada originales por cierto. Y los de la lobotomía que agrupan todas las búsquedas imaginables relacionadas con ANTM.
Por último, el más llamativo de los usos: el modo Aladino. Es el que utilizan los que piensan a San Google como si fuese la famosa lámpara del cuento y depositan allí sus deseos con la ilusión de que el genio que vive adentro del rectangulito los haga realidad: quiero a Paris desnuda, quiero ser atleta, quiero ser una cola Reef, quiero ver la cola de Belén Francese, quiero ver una cola o el inefable, irrepetible e increíble quiero ser virgen sin pagar plata.
Lo cierto es que, de un modo u otro, consejero, genio, santo o gran maestre del secreto algoritmo, Google le dio a todas estas personas la misma dirección: SEUO.

7.10.08

Saldos

En las últimas dos semanas me tocó atravesar situaciones inéditas. Aquí, los saldos de la experiencia.

Estético: La tele engorda.
Sonoro parcial: La radio saca voz de trasnochada a las 6.30 de la mañana. Pero la tele engorda.
Sonoro total: La radio saca voz de pito durante el resto del día. Y a toda hora la tele engorda.
Proteccionista: No importa cuánto te "filtren", cualquiera puede encontrarte. Y darse cuenta de que la tele engorda.
Digital: La idea de lo "viral" no es una idea, es una realidad. Y, en realidad, la tele engorda.
Humano: La gente, por lo general, es muy respetuosa. Y no ignora que la tele engorda.
Profesional: Los periodistas son gente (por lo general). Y bien saben que la tele engorda.
Personal: La exposición mediática no es para mí. Porque la tele engorda.
Cosmetológico: Un buen maquillaje arregla muchas cosas. Pero igual la tele engorda.
Musical setentoso: Todo concluye al fin, nada puede escapar. Todo tiene un final, todo termina (TG!). Menos la tele, que engorda.
Psicológico: Cuando llenás el termo con yerba, necesitás una sesión de emergencia. Para decirle a tu analista que la tele engorda.
Final: ¡La tele engorda! ¿Quedó claro?