30.10.07

De Tato


¡Qué país! ¡Qué país! ¡No me explico por qué nos despelotamos tanto... ¡si éramos multimillonarios!
Usted iba y tiraba un granito de maíz y ¡paf!, le crecían diez hectáreas.
Sembraba una semillita de trigo y ¡ñácate!, una cosecha que había que tirar la mitad al río porque no teníamos dónde meterla...
Compraba una vaquita, la dejaba sola en el medio del campo y al año se le formaba un harén de vacas.
Créame, lo malo de esta fertilidad es que una vez, hace años, un hijo de puta sembró un almácigo de boludos y la plaga no la pudimos parar ni con DDT. Aunque la verdad es que no me acuerdo si fue un hijo de puta que sembró un almácigo de boludos, o un boludo que sembró un almácigo de hijos de puta.

Tato Bores

26.10.07

Al desnudo: Yo quiero ser cola Reef

Es curioso que aquello que en otras latitudes se denomina "bikini contest" y consiste en una veintena de bellas señoritas ligeras de ropas recorriendo una pasarela en busca de un premio al que, en última instancia, se harán acreedoras por obra de la naturaleza –o de la cirugía estética, que es la naturaleza versión siglo XXI– y no por mérito propio; por nuestros pagos se vea reducido a un segmento de la anatomía femenina pasando a llamarse –cortito, al pie y sin demagogia alguna– "ser cola (espacio para el patrocinador, en este caso, Reef)".
Ser cola con sponsor implica, más allá de tener un portentoso trasero pasible de ser admirado y fotografiado en situaciones diversas, haber conseguido un pasaje –aunque la estadía sea corta y provisoria– al primer cielo de las celebridades. Después habrá que ver cómo acceder a los siguientes niveles pero, para comenzar, la puerta ya ha sido franqueada.
Por otra parte, no nos engañemos, así como la mayoría de las mujeres reconocemos a un hombre por rasgos de su cara o aun por el conjunto de un cuerpo atractivo; para los hombres la cola es el top of mind de la identidad femenina. Una mujer de exhuberante "ir" deja en el imaginario masculino una impronta imborrable generando, merced al principio de economía de almacenamiento de la información, un proceso de limpieza de toda otra data –empty trash, discard others, delete forever,
no further information required– que en ocasiones hasta se lleva el nombre de la afortunada (file not found). De este modo, asistimos a una muestra de la más sublime utilización del recurso metonímico –la parte por el todo– por el cual una mujer enterita pasa a ser una cola que, además, cotiza mejor que la totalidad. Como si el lomo (o, para más precisión, la nalga) costara más que la vaca entera.
Sin embargo, mi deseo de ser cola Reef no tiene que ver con la necesidad de alcanzar un estrellato fugaz. Ni de abrir puertas de complejos cerrojos sirviéndome de una zona no prensil de mi anatomía. Tampoco se trata de incrementar el índice de recordación masculina.
Son los beneficios secundarios –muchos y relevantes– los que me atraen. Porque ser cola Reef implica, en orden estrictamente ascendente, dejar de preocuparme por la prolijidad de las uñas de los pies, eliminar cualquier tipo de inquietud por ese segmento casi imposible de belleza que es la rodilla, reducir de manera significativa la superficie corporal sometida a dolorosos procesos depilatorios, obviar el trabajo sistemático sobre la zona abdominal y pectoral, dejar de lado todo pensamiento persecutorio acerca de la inocultable flaccidez de bíceps y tríceps, despedirme de la manicura, los baños de parafina y las uñas esculpidas; agradecer a Dios –o cualquier otra divinidad– por la presbicia que desdibuja las incipientes arrugas faciales propias y ajenas, descartar el uso de cualquier preparado anti-age, firming, filling o reconstructive con ingredientes de nombres tan intimidantes y herméticos como hialurónico, mandélico, pentapéptido, glicólico o mucopolisacárido; presentar la reununcia indeclinable a tinturas capilares, baños de crema, productos anti-frizz, alisadores y onduladores de cualquier tipo; dedicar todo el tiempo libre –que será mucho- a pensar en cómo conservar y mejorar (si eso fuera posible) la bendita cola Reef. Y, por sobre todas las cosas, alejar para siempre, gracias a haber hecho de la cola el objeto más preciado, el peligro de transformarme en una completa mujer–objeto.


23.10.07

Postales de Buenos Aires


Tengo la suerte de trabajar en lo que me gusta.



En este caso, con imágenes de Buenos Aires.



Cada postal, además de reflejar distintas perspectivas de la ciudad, muestra edificios realizados por la empresa que solicitó una acción de marketing dirigida a los arquitectos de fama internacional que asistieron a la Bienal de Arquitectura que tuvo lugar entre el 19 y el 23 de septiembre.



¡De vez en cuando trabajo!



16.10.07

¡No te los podés perder!

En la misma semana, en el mismo escenario, dos reestrenos (¿?).
El primero, un lavandina flacuchito con rulos de bigudí que ni siquiera tiene el encanto equívoco de los semibalas. Un figaza total él, absolutamente figaza su música.
El segundo, un medio tano, medio sucio, medio pelado que alguna vez en su vida hizo un medio éxito medio en italiano y medio en inglés. ¡Y vuelve para cantarlo (¿?)!
Dos Top Ten de albergue transitorio en la calle Corrientes.

El regreso de los muertos vivos II

vvv

El regreso de los muertos vivos I


10.10.07

Perdón, ¿es a mí?

Hay un tipo de mujer al cual el elogio le resbala. Con una autoestima del tamaño del Hermitage, va por la vida sintiéndose una diosa recién descendida del Olimpo. Las miradas, los comentarios y murmuraciones jamás alcanzan siquiera a rozar su inexpugnable estructura yoica. Como hermanastras de la Cenicienta, las envidiosas susurran a su espalda –que además de bella es sorda– que "se cree más de lo que es". Jamás piensa que el piropo encierra una intención o que oculta un deseo simplemente porque NO LO ESCUCHA.
Del otro lado de esta resplandeciente mujer-de-cualquier-edad hay otras que no gozan del amparo de un ego tan bien dotado. Yo soy una de "esas otras".
Durante años, cualquier elogio dirigido a mí, fuese de la índole que fuese, me causaba una enorme extrañeza. La sensación clara de que era exagerado o de que constituía un grave error de apreciación.
Así andaba yo por la vida, respondiendo al "¡Qué linda que estás hoy!" con un "¿Estas seguro/a?"; al "Lo hiciste muy bien" con un "No tanto"; al "¡Qué bien te queda ese corte de pelo (o el vestido o lo que hubiese de innovador en mi aspecto!" con un "¡No, te parece a vos!". Por no mencionar el directo "no te creo", el ofensivo "estás loco/a", el oftalmológico "vos necesitás anteojos" o el incrédulo "no me mientas".
Más allá de cualquier (auto)interpretación –a la que cientos de horas de diván mirando el techo y hablándole al psicoanalista de turno (o mirando al psicoanalista y hablándole al techo, porque también he tenido malas experiencias) me habilitan– sobre la descalificación de la mirada del otro o la propia mirada funcionando como un censor autoritario e implacable, el halago, el piropo o cualquier otra manifestación elogiosa hacia mi persona se transformaban en el escenario de una lucha interna en la cual un bando pugnaba por creer y así lograr la inyección de energía para el ego sediento; mientras que el otro bando, casi siempre victorioso, esgrimía con notable efectividad argumentos del tipo "no te lo creas", "algo habrá detrás de tanta adulación", "¿te miraste bien?" o "es demasiado bueno para ser cierto".
¿Y por qué digo que integro las huestes de "esas otras" al mismo tiempo que cuento esta historia en pasado? ¿Es que, con los años y la sabiduría adquirida, el bando vencedor ha pasado a ser el vencido?
No. Ni ahí. Lo único que los años me han dado, además de lo inevitable, es una cierta capacidad de sonreír apenas, con los labios bien apretados para que de la boca no ose escapárseme palabra alguna, mientras en mi mente se repite la insoslayable pregunta: "¿Me estará hablando a mí?".

6.10.07

Art Fry: ¡Gracias, hermano!

Art Fry era tenor en el coro de su iglesia y desesperaba porque los señaladores de papel que marcaban la secuencia del canto en su libro de himnos caían dejándolo en la más absoluta e insoportable imprevisión. Durante la semana, en su trabajo como ejecutivo de una importante empresa, también se enfrentaba a dificultades: con frecuencia le surgía el deseo imperioso de hacer acotaciones en los informes internos pero le resultaba casi intolerable quebrar la prolijidad de las páginas llenándolas de flechas, marcas, ampliaciones, correcciones o bifurcaciones de su agitado pensamiento. Entonces, un día, dando rienda suelta a su furia obsesiva, tuvo LA idea. Papelitos con una banda adhesiva en el dorso comenzaron a poblar los reportes internos. Casi de inmediato, sus compañeros de trabajo clamaron por la producción masiva de lo que, luego de intensos y exhaustivos estudios de mercado, se llamó Post-it.
Esos papelitos de todos los tamaños y colores que se pegan dondequiera sin dejar huella de su existencia una vez que se los retira –gracias a sus microesferas adhesivas–, son uno de los mejores inventos de la humanidad toda y, especialmente, de la humanidad obsesiva.
Siempre están donde estoy yo. Decoran el marco de mi monitor, la puerta de mi heladera, la mesa de luz, el espejo del baño, el sector cercano al teléfono donde siempre se necesita un algo-para-anotar lo que de otra forma se perdería; señalan páginas inolvidables de los libros que leo; alimentan mi pasión desenfrenada por las listas, nóminas y enumeraciones; guardan números telefónicos, recordatorios, horarios y direcciones tan importantes como para tener a la vista o sin la relevancia suficiente como para pasar a la agenda; son reservorio de ideas peregrinas, versos sueltos y fechas de vencimiento de facturas; dibujan secuencias, cuentan historias, se reciclan, rotan, cambian; algunos incluso abandonan el estatuto pasajero para el que fueron creados y pasan a formar parte de los recuerdos queridos.
El persistente deseo de Art Fry de facilitar, organizar y sistematizar su desempeño como cantante y como ejecutivo de 3M, de eludir la distracción y el malestar que le causaba el desorden, dio como resultado los Post-it.
Parece entonces claro que un número significativo de ideas brillantes surge de la necesidad de resolver un problema propio y de encontrar respuestas para preguntas recurrentes, pero sobre todo de calmar, acallar y satisfacer una obsesión. O unas cuantas.

2.10.07

El repetidor

Este señor, más que ser un modelo de hombre, repite una historia modelo. Con más de cuatro décadas sobre sus espaldas ha vivido bastante. Promediando los veinte se casó, tuvo hijos, construyó una familia y alcanzó un bienestar económico que sostiene sin demasiado entusiasmo pero sin preocupación. Hace poco, por cuestiones que no vale la pena analizar, se divorció. Durante el tiempo que estuvo casado hizo todo lo que había que hacer: saltó de la tarjeta de crédito ordinaria a la dorada y luego a la platinada, pagó colegios caros para los chicos, vacacionó con la familia en bonitas playas, viajó a Europa y a los Estados Unidos más de una vez, él y su esposa comenzaron a comprar ropa de diseñadores nacionales primero y europeos después, cambió auto familiar por un deportivo para él y una cuatro por cuatro para la cónyuge, se mudó a una casa más grande o a un departamento más lujoso, circuló por los restaurantes de moda comiendo pequeñas exquisiteces en enormes platos y hasta, para festejar los cuarenta años de la madre de sus hijos, le regaló la operación de lolas por la cual ella tanto había insistido. Para lograr todo eso tuvo que cumplir con dos premisas básicas: primero, trabajar como un burro, sin descanso; segundo, dejarse serruchar el cerebro por la incansable ambición de la –por ese entonces– mujer de su vida.
Una vez divorciado
y liberado del taladro que lo había sometido a torturas durante casi veinte años, lejos de empezar a disfrutar en serio de lo que tanto le costó conseguir, ¿qué hace el tipo? Se recontraengancha con una soltera que apenas pasa los veinticinco y que, por supuesto, empieza el trabajo fino para conducirlo nuevamente al Registro Civil.
No se trata de hacer aquí la defensa de las mujeres de mediana edad. Cualquier idiota se da cuenta de que no hay experiencia que suplante una humanidad en la que todo se encuentra ubicado por lo menos diez centímetros más arriba y no se agita como un flan (el único que, por cuestiones puramente comerciales, lo sostiene es Ricardo Arjona). Tampoco sirve como excusa eso de que después de los cuarenta las mujeres nos liberamos mucho más en la intimidad porque sería desconocer el speed con que vienen las jovencitas de hoy en día que de reprimidas no tienen nada.
El tema de fondo es analizar por qué esos diez centímetros más arriba hacen que el hombre en cuestión camine derecho –una vez más– hacia la escena de su peor pesadilla y, a los pocos meses, después de haber recuperado un torrente hormonal que creía perdido para siempre, esté envuelto en la organización de una fiesta de casamiento y una luna de miel, comprando muebles y electrodomésticos para una nueva casa, planificando viajes por el mundo, recorriendo restaurantes de última moda y pensando en darle un hijo a esa voz de fondo que le perfora la voluntad mientras todo aquello que estaba en el lugar correcto y a la altura óptima comienza su inevitable caída.