27.2.08

Mi amiga, la novelista

No es escritora. No es periodista. Ni siquiera tiene un blog. Así que, de escribir, nada. Pero su vida es una novela. Y lo peor es que no puede contarla. Bueno, me la cuenta a mí, aunque se supone que yo tampoco puedo contarla.
Resulta que la chica es consejera. Y ahora que se pusieron de moda el counseling –o counselling, es indistinto– y el coaching, tiene una clientela que da para comedia de enredos.
El cliente –son clientes, no pacientes– número uno del día es un empresario sesentón que alguna vez supo ser exitoso y ahora está en estado deplorable pero con las mismas ínfulas que tenía cuando era un tycoon. Y así anda por el mundo, calzando zapatos Salvatore Ferragamo con ventilaciones en las suelas; pensando negocios que en vez de darle de comer lo hagan rico nuevamente; recordando los perdidos tiempos de Piegari mientras se toma un café en el barsucho de la estación Belgrano C; revisando cada día viejas agendas para ver quién quedó dónde después de los enroques institucionales de las nuevas gestiones administrativas. Y descubre que los Ferragamo también se gastan, que sin plata es imposible hacer negocios, que el café del barsucho es más rico que el del Museo Renault, que siempre son los mismos cincuenta tipos los que ocupan los mismos cincuenta lugares estratégicos, y que esos tipos ahora no le dan la más mínima bola.
El segundo cliente del día es un grupo de actores independientes que forman una cooperativa y pelean como acérrimos enemigos cuando se dan dos condiciones: están drogados o están sobrios. El tema es que cuando se encuentran bajo la influencia de sustancias las peleas son más divertidas porque, como consumen cosas diferentes, la variedad de estados de ánimo le otorga a la discusión tintes surrealistas: están los que discuten de pie y caminando de una punta a la otra de la oficina porque no pueden mantenerse quietos, los que se ríen todo el tiempo desmadejados en el sillón, los que suspenden intempestivamente el encuentro porque se acabó el fernet, los que mendigan agua. Y, en medio de todo eso, mi amiga, que ni siquiera fuma (tabaco), trata de poner un poco de raciocinio sin entender que si lo logra habrá sellado el fracaso de tan curioso grupo y, con ello, el propio.
El tercer cliente es un escribano –profesión extraña que permite cobrar por dar fe– cuyo mayor problema es que no puede parar de echarle los perros a cualquier ser humano que se depila, lo que incluye a mi amiga a quien la tarea se le dificulta sobremanera dado que es muy vulnerable a los avances y, como quien no quiere la cosa, festeja las tropelías del buen señor sonrojándose cual púber colegiala. Para colmo de males, el viudo, como buen notario, goza de una posición económica que le permite no sólo tener una vida acomodada sino también intensificar el tratamiento tomando tres citas semanales con la consejera.
La cuarta bendecida con las bondades del counseling es la madre de una estrella del deporte más popular que sigue atentamente la carrera de su retoño en todo el mundo. La mujer, una típica señora de Villa Luro, acude a la consulta porque no puede tolerar que su hijo súbitamente sea acosado por un enjambre de "botineras" que lo ven alto-rubio-de-ojos-celestes-culto-y-refinado mientras ella, como siempre, sigue preparándole el estofado de osobuco que lo alimentó desde su más tierna infancia. Más preocupada porque el sátrapa encuentre una "chica de hogar" y forme una familia que por la cantidad de euros que el muchacho gasta en festicholas, pasajes en primera a cualquier lugar de la tierra y ropa de Dolce&Gabanna para la "botinerita" de turno, la progenitora del crack llora amargas lágrimas en el hombro de mi amiga.
Además de los clientes mencionados, la counselor atiende clientes internos: un hermano que levanta quiniela en la zona del Bajo Flores, una hermana compradora compulsiva para quien el acontecimiento del año es la Feria de las Naciones y un novio al que, con envidiable sentido del humor e infinita paciencia, le reclama atenciones sexuales que el muchacho, quién sabe por qué oscura razón, se olvida de darle.
En suma, mi amiga tiene más de una historia para contar. Y si tuviera conciencia de la información que maneja, se olvidaría del counseling y se dedicaría a escribir.
Porque su vida es, indudablemente, una novela.

21.2.08

Vocación de Carilina

¿Qué hace una madre cuando el nene se come los mocos?
Fácil: toma uno de esos pañuelitos de papel cuyo nombre comercial se ha transformado en un genérico –igual que "la gotita", "la curita", "la gillette" y "el movicom" (¡CTI y Personal agradecidos de que ahora su competencia se llame Movistar y los "movicom" hayan pasado a ser los "celu")– y, al imperativo de "soplá, nene, soplá", le limpia la nariz arrasando con todo resto de mucosidad. El infante, por su parte, si es un niño común y corriente, protesta, zapatea, se empaca, hace un berrinche y, por supuesto, no sopla sino que termina depositanto su excrecencias nasales sobre el ya endurecido puño del buzo mientras mira a su progenitora con ojitos rebeldes y victoriosos. Si, en cambio, es un nene "bien aprendido", alza la cabeza y le ofrece a la autora de sus días la pegajosa naricita para que ella se la retuerza hasta dejarla enrojecida pero libre de toda mácula.
De tanto haber padecido de pequeñas los súbitos ataques de su propia madre y de haber repetido sin piedad la afrenta con sus retoños, una significativa cantidad de abnegadas mujeres termina finalmente desarrollando un mal incurable y de una enorme potencia destructiva: la vocación de Carilina.

A partir del instante en que contraen la enfermedad, las pobres ya no sólo limpian mocos filiales sino que también se convierten en desmoqueadoras oficiales de cada hombre que se les acerca mostrando los devastadores efectos colaterales de esta patología. A saber:
Síndrome de la oreja perpetua:
Escuchá, escuchá, escuchá...
Intrascendencias egocéntricas: "Tuve un día... (seguida de cuatro horas de quejas sobre el calor reinante que ella también padeció)".
Confesiones íntimas: "No como más porotos... (seguida de un detallado resumen de las consecuencias de haberlos comido)".
Declaraciones políticamente correctas: "Mi ex es una perra... (seguida de la nómina de perrerías –obvio– que el infrascripto tolera sólo porque le conviene)".
Revisionismo histórico: "El gran amor de mi vida fue Fulanita... (seguida de relato pormenorizado de las virtudes de la tal Fulanita que seguro hace años que es un bagayo rodeado de nenitos a los que –también obvio– les limpia los mocos como cualquier hija de vecino que se precie de ser mujer y madre)".
Enfermedad del Eros alicaído:
Seamos sinceros: ¿quién puede sentirse invadido por la sensualidad después de haber escuchado tantas miserias? ¿Qué resto de espíritu lúdico-sexual sobrevive al ataque de cafetín melancólico que transforma a la mujer en el gomía que mejor cotiza? ¿Cómo sobreponerse a una escena en la cual, con insinuante atuendo, ella tiene que dar un consejo maternal? ¡En esos casos, hay que remar mucho para que no te tape el agua!
Trastornos de alimentación:
Este trastorno tiene una máxima obligatoria que opera como mecanismo compensatorio: "Si no hay revolcón, hay atracón". Cuando la cosa no da para más, el chocolate actúa de premio consuelo.
Mal de la geisha ignorada:
Nada más patéticamente enternecedor que una geisha ignorada. Remadora como pocas, ella se inmola en su misión de satisfacer deseos ajenos gozando como si fuesen propios y, luego de haber escuchado, aconsejado y soportado al príncipe del ombliguismo, continúa con su servicial tarea. Y él, sin prestarle la más mínima atención, sigue con sus interminables diatribas.
Cuadro de rigidez facial:
De tanto escuchar estupideces y sonreír, masticar ira y sonreír, tragar bilis y sonreír... parálisis facial. Al menos se puede ahorrar en Botox porque esta patología confiere una imborrable expresión de felicidad.

Entonces, ¿qué hace una mujer cuando el hombre se come los mocos?
Fácil: abre la cartera, se asegura de tener Carilinas a mano y, con cara de sorpresa y consternación, las empuja al fondo de su bolso, allí donde todo se pierde y nada se transforma. Después, al imperativo del falsamente consolatorio "¡Andá a que te cure Lola!", se manda a mudar rogando que la tal Lola sea una consumada desmoqueadora que la libere de una vez y para siempre de la condenada enfermedad.

19.2.08

Apuestas perdidas

Cuando de juegos de azar se trata, el impulso incontrolable de arriesgar dinero con la ilusión de recuperar lo ya perdido, quebrantando la estricta lógica de, por ejemplo, una ruleta, se llama ludopatía. Un ludópata o jugador compulsivo no puede controlar la necesidad cambiar el rumbo de su destino, se siente siempre aquel señalado para salir de la montonera estadística haciendo saltar la banca; presupone para sí una gloria que depende de su perseverancia en perder, una y otra vez, para compensar en una única jugada todo aquello que le fue arrebatado de manera injusta. Con fe bíblica, intenta sin descanso la salvación, el acceso a ese reino de los cielos tan particular que se erige en las inmediaciones de un casino o de un bingo o de un hipódromo.
Sin embargo, es justo reconocer que entre las leyes compensatorias que garantizan la ganancia de la banca está también la que asegura, muy esporádicamente, la consagración de un "elegido" que festejará, sin rigor matemático alguno –no se llevan cuentas de lo perdido–, ese golpe de suerte que venía amasando con testarudez.
Pero hay apuestas que de antemano están perdidas y, aun conscientes del albur, insistimos en depositar nuestras fichas sobre un casillero que, sin lugar a dudas, nos dejará sedientos de victoria. No tienen lugar en casas de juego sino en un territorio mucho más amplio: la vida misma. No necesariamente involucran al dinero sino que, por sobre todo, se llevan nuestra energía. Son las apuestas sobre el cambio ajeno.
Porque, ¿quien no ha depositado su esfuerzo, su cándida ilusión, en la posibilidad de que la semilla de la transformación prenda en otro? Hijos, parejas –el número más popular de esta ruleta–, familiares, colegas e incluso amigos –tal vez los que más se salvan de esta compulsión– han sido alguna vez casilleros sobre los cuales apoyamos la ficha a la espera de un resultado positivo. Algunos somos jugadores ocasionales. Otros, consumados ludópatas. Sólo que la vida no tiene la misma lógica que el mal llamado azar. La vida ES azar: cientos de miles de millones de posibilidades que hacen impensable el cálculo probabilístico. Y aún así continuamos con la larguísima lista de pedidos al San Cono de la existencia que incluye desde nimiedades como "que no vuelva a dejar la toalla húmeda sobre la cama" hasta decisiones trascendentes como "que termine de una buena vez con esa bruja que me condena al segundo lugar".
Lo cierto es que, al igual que en el casino, la ficha más fácil de apostar es la primera, la que nos encuentra cargados de esperanza, y la más difícil es la última, la que significa un límite o una despedida.
Llegado este punto, ¡cuánto más sencillo habría sido todo si hubiésemos tenido presentes las dos reglas básicas del juego!:
La banca no pierde.
La gente no cambia.

12.2.08

Las delicias de ser un objeto sexual

La expresión "objeto sexual" habitualmente desencadena turbas de ratones tanto en hombres como en mujeres. Asociada a estereotipos, se corporiza en humanidades pulposas o musculosas, vientres planos, protuberancias marcadas, pieles lisas y cierta parafernalia fetichista de sugerentes veladuras que insinúan más de lo que muestran. Para el espíritu femenino es generadora de románticas oleadas que llevan a prefigurar con mayor frecuencia la cena a la luz de las velas con George Clooney antes que el momento de un ansiado revolcón, situación por la que invariablemente se deja sorprender aun habiendo comprobado repetidas veces que las sorpresas no siempre son agradables y que, en muchos casos, la cena a la luz de las velas no alcanzó para más que para calentar motores de un Fórmula 1 cuando en definitiva todo se circunscribía a un aburrido paseo dominguero. Los hombres, en cambio, más enfocados y lineales, obvian aditamentos y escenografías para poblar su imaginario de fragmentos corporales en acción –no necesariamente pertenecientes a la misma persona e intercambiables randomly, con la seguridad de que, en caso de tener que aplicar la ley del último recurso, Onán estará esperándolos al final del camino para ofrecerles su solitaria satisfacción.
De modo que si para una mujer el objeto sexual viene en una cajita con envoltorio, moño y dedicatoria, para el hombre es una suerte de patchwork on demand.
Ahora bien, cuando consideramos al objeto sexual ya no desde la perspectiva de sus potenciales sujetos sino desde el otro lado del espejo, en función del "yo, objeto sexual", nos enfrentamos con una lista muy diferente de beneficios, condiciones y requerimientos.
Entonces, la primera diferencia es que la existencia del objeto sexual no está determinada por el usuario –sujeto de ese objeto– sino por quien desea transformarse en herramienta que otro podrá, a su gusto y placer, manipular.
Un objeto sexual es, por propia voluntad, un aparato genital con una persona alrededor. Una persona que está así nomás, como ornamento prescindible de una bragueta o de una tanga. Objeto parcial y fragmentario si los hay, reserva para sí cualquier manifestación sentimental ofreciendo para el intercambio sólo la parte que se aplica a la tarea y desafectando toda otra porción de sí. De ese modo, no compromete ninguna emoción: aparece, hace lo que tiene que hacer y desaparece. Dado su carácter de retazo, no precisa la belleza de Angelina Jolie ni el porte Jude Law. Una buena performance alcanza y sobra. Y la palabra "una", en este caso, es de verdad ajustada porque,
aunque es fácil confundir la categoría de objeto sexual con la de adicto al sexo, el verdadero objeto sexual no suele ser víctima del desenfreno ni emprende carreras para agregar muescas en la culata de su revólver. Es más, a su manera desapegada, es absolutamente fiel.
Sin embargo, hombre o mujer, el objeto sexual se mantiene tan lejos del romanticismo como de la peste. Su vida es un permanente ahora, sin pasado ni futuro, sin plan ni meta. De manera ocasional es posible que comparta un cigarrillo: el de antes o el de después (la disyunción es, en este caso, obligatoria). Su secreto mejor guardado es la capacidad que tiene para parecer siempre a disposición del sujeto de turno cuando, en realidad, su maestría reside en mostrarse como esclavo y ser quien gobierna, de manera casi tiránica, cada situación que se le plantea. Jamás se sentirá obligado a cambiar una lamparita ni a preparar una comida ni a mantener charlas estúpidas con amigos ajenos (o charlas ajenas con amigos estúpidos) ni a prestar asistencia frente a un ocasional malestar, arrellanado como está en la comodidad de que a nadie se le ocurriría pedirle otra tarea que la que, fiel y eficiente, se aplica a cumplir. Tampoco tendrá la necesidad de hacer un regalo porque, desde el narcisismo circunscripto –e inconscientemente sobrealimentado por el ocasional sujeto que lo acompaña–, el mejor regalo que puede hacer es él mismo.
La escasa o nula afectividad que otorga a los vínculos le permite obviar las miserias que la convivencia, aun la convivencia ocasional, va construyendo allí donde alguna vez hubo amor y seducción: desagradables raíces blanquecinas que asoman esperando el momento de la tintura; el no menos desagradable crecimiento del vello que resta tersura a la piel; vergonzantes –aunque a veces desvergonzados– incidentes escatológicos o digestivos; pies malolientes, despertares lagañosos y momentos de malhumor en los que el espacio habitable se estrecha y se espesa hasta límites insospechados. Y, además, ha desarrollado una finísima percepción del momento exacto en el cual está a punto de caer en la trampa de la cotidianidad, ese momento en el cual, frágil y conmovido, puede abdicar a sus sólidos principios.
A años luz de las batallas por la frazada y el control remoto, de las tías viejas que hay que invitar a cenar una vez por mes, de los sobrinos incordiosos que caminan sobre los sillones recién retapizados, el objeto sexual disfruta de un tesoro invalorable: la intimidad. Una intimidad que nunca confunde con una situación compartida con otro ser humano sino que sabiamente restringe al contacto profundo, singular e irreemplazable consigo mismo.

5.2.08

Mi zoológico privado

¿Quién no tiene, alojado en los complejos laberintos interiores, su propio zoológico?
El mío, a mitad de camino entre la granja y la jungla, alberga las siguientes especies:
La yegua es un ejemplar de pura sangre que aparece cuando, haciendo uso de la ironía y el sarcasmo, es necesario señalar cuestiones sólo detectables con una dosis de maldad.
La perra, en cambio, se muestra en variadas ocasiones bajo no menos variados roles. Es la que va a morder sin piedad frente a una amenaza, la que es fiel y apacible cuando se siente segura y contenida, la que en la cama se alterna con la gata.
La oruga sólo aparece cuando la depresión gana todas las batallas. No ha bajado los brazos por cobarde sino, simplemente, no ha podido hacerlo porque no los tiene y va por la vida arrastrándose como puede.
La leona, valiente, territorial y temeraria, es la que protege a su cría de cualquier agresión.
La hipopótama, infaltable después de una seguidilla de comilonas, pasea su monumental osamenta con vergüenza, tristeza y un inútil arrepentimiento tardío, convencida de que no pasará por las puertas. Si esta situación se prolonga, deja su lugar a la vaca.
La víbora se presenta cuando la situación ha excedido la capacidad de la yegua y a agarrarse porque entonces la cosa ya no está para sonrisas. También cumple un papel importante en las charlas con amigas, esas en las cuales la mandíbula se transforma en un cartílago frágil que habilita a proferir maldades en forma ininterrumpida por largos períodos de tiempo.
La mona es el alma de las fiestas. Brillante y graciosa, se desata por completo cuando tiene encima algún que otro gin tonic de más pero, como es sabido, aunque se vista de seda, mona queda.
La gallina (sin más comentarios, soy de River).
La paloma. Y, sí, porque, a veces, soy más bo%*da que...
La cucaracha, invariablemente, se levanta de la cama dos segundos antes que yo y es lo primero que veo en el espejo mientras me lavo los dientes.
Estas no son las únicas sino sólo las que más aparecen. Las restantes suelen perderse en los vericuetos de mi personalidad y se niegan a ser detectadas e identificadas con precisión. Sin embargo, hay algo que es irrevocable: jamás habrá en mi zoo privado lugar para la pingüina.

3.2.08

La mujer arquera

Nada que ver con el fútbol, por lo menos esta vez. Fue apenas un cruce de palabras en el reducido territorio de los 140 caracteres que habilita Twitter. Pero bastó para desencadenar un texto en cuatro movimientos sobre la mujer de Sagitario. ¡Gracias Juana! Por la invitación y por publicarlo en tu blog.

1. Lo que soy

Soy mujer arquera. Transito bordes. Hago equilibrio en una cuerda mientras veo abajo el imponente vacío. Detesto la rutina con la misma intensidad con que la necesito para no perder el rumbo. Pateo tableros cuando el corazón me lo pide.
Soy mujer arquera. El dolor no me deja marcas y la felicidad es una firme promesa de días aún mejores. El futuro es ya. El cambio es ahora.
Soy mujer arquera. Difícil de amar. Imposible de atar. Apasionada y fiel. Voluble y distante.
Soy mujer arquera. Sincera hasta la crueldad. A veces demasiado comprensiva y tolerante. A veces parece que no necesito nada ni de nadie (sólo parece). A veces soy mucho más vulnerable de lo que aparento.
Soy mujer arquera. Ser centauro me acerca al universo masculino, me ayuda a comprenderlo y a amarlo. Y mi ser femenino atrae a los hombres de una manera que no pueden explicar, como si hablásemos el mismo idioma y escuchásemos la misma música que a las mujeres sin arco se les dificulta hablar y escuchar.
Soy mujer arquera. El día que mis ojos no brillen de curiosidad, que mis deseos no me muevan hacia el futuro, que mi esperanza no me guíe, que mi optimismo no me impulse hacia el mañana, ese día habré muerto.
Soy mujer arquera. No le temo a la soledad, al dolor ni al odio. Sólo le temo al abandono, la ausencia de pasión y la indiferencia.
Eternamente dividida entre el cielo y la tierra, entre lo humano y lo animal, entre lo racional y lo exasperadamente intuitivo, soy mujer arquera.

2. Profesión de fe. Mis mandamientos

Todo es eterno mientras dura.
Nada dura más allá del instante.
Lo provisorio puede prolongarse indefinidamente.
Lo permanente puede desvanecerse en un suspiro.
Pagar el gas es lo más aburrido del mundo.
El infinito es una realidad que está en la palma de mi mano. En mí empieza y en mí termina.
El universo es claro y comprensible pero esa claridad y esa comprensión no pueden ser transmitidas. Apenas, a veces, compartidas sin palabras.
Hay un saber de mente y un saber de tripa. La sabiduría es el cruce fugaz y luminoso entre ambos.
El amor está hecho de muchos amores.
Todo existe, aunque no lo vea. Y si no necesito evidencias probatorias para decir que algo no existe, tampoco las necesito para decir que existe. Entonces, me quedo con la abundancia.
La fe es un camino sinuoso que recorremos sólo cuando todos los atajos se han extinguido.
El mejor día de mi vida todavía no llegó.
La vida es un don al que hay que celebrar. La celebración de la vida es la felicidad y, por ende, la búsqueda de la felicidad es la vida.
Todo tiene un porqué, aunque yo no lo sepa o a mí –como ser humano– no me haya sido dado saberlo. Esto resume el principio de humildad que nos pone en consonancia con el universo.
Lo micro es tan apasionante como lo macro. La observación de cualquiera de los dos requiere de la misma osadía, el mismo desapego de lo cotidiano y la misma pasión.
El universo late, inhala y exhala como cualquiera de nosotros. Quien llega a percibir esos latidos, esa respiración, llena su alma de alegría.
El tiempo es una convención. La edad, un accidente. La vejez, un estado del alma que no coincide con el del cuerpo.
El universo canta.

3. No regrets

Ojalá pudiese dar el cuerpo o el alma. Pero siempre doy todo. Y siempre tendré más para dar.
Ojalá pudiese olvidar mucho de lo que sé. Pero tengo buena memoria. Y la ingenuidad sólo se pierde una vez.
Ojalá pudiese recordar por qué he llorado. Pero tengo mala memoria. Y el recuerdo de las lágrimas sólo trae más lágrimas.
Ojalá pudiese tolerar la tibieza. Pero temo a la vida sin pasión. Y sin riesgo no hay gloria.
Ojalá mis ojos no viesen tan lejos y mi alma no percibiese tan profundo. Pero la ignorancia no es patrimonio de la voluntad. Y, aún así, siempre puedo callar.

4. Poética del arco

Sobre sus cuatro cascos se afirma,
el torso erguido,
la frente alta, orgullosa.
El brazo seguro tensa la cuerda,
la mano sostiene la flecha
y el ojo certero elige el blanco.
En ese instante eterno y sin espacio
el futuro es promesa,
la promesa es realidad,
la realidad es accidente,
hasta que en el cielo
se dibuja una parábola idéntica
al arco que la generó.
Y la flecha hace centro
en el centro del todo,
en el centro de la nada,
en el corazón del centauro
que sigue su camino,
la frente alta, orgullosa,
el torso erguido,
hacia una nueva faz del universo
que ha de descubrir
con su ojo certero,
al galope,
sin nostalgias del pasado,
sin temor del futuro.


1.2.08

Diario de una obsesiva V – La heladera

Si el supermercado es uno de los lugares donde un obsesivo puede desplegar su patología con la mayor intensidad, el templo en el que, mínimo una vez al mes, se venera a San Obse Sivo (una especie de San Esteban Mártir); la heladera es el altar en el cual diariamente se reedita la minuciosa ceremonia del orden sistemático.
Es que el venerado artefacto de línea blanca requiere dos condiciones que son invalorables regalos para un obsesivo: orden y limpieza. Mis pesadillas en torno a este tema, por ejemplo, tienen como protagonistas a los alimentos vencidos, los olvidados en un tupper hasta que se han teñido de verdes manchas aterciopeladas; los chorretes de diversa procedencia y color, más o menos incrustados en la blanca y alcahueta superficie del electrodoméstico; los huevos cascados derramando pegajosa clara en el recipiente ad hoc y el intento de despegarlos que deja adheridos rastros de cáscara; la impúdica invasión de lácteos en el estante de los condimentos...
Y aunque se diga que está mal meter las narices en asuntos ajenos, hacerlo cuando el asunto ajeno es la heladera del prójimo puede darnos una sorprendente idea de los hábitos y costumbres del infrascripto o la infrascripta en cuestión. Porque, de seguro, yo no viviría con alguien que guarda en el refrigerador restos de matambrito de cerdo a la provenzal sin haber tomado las medidas correspondientes como para evitar que el penetrante olor se difumine por todo el espacio y, al momento de abrir la puerta, se transforme en un vaho insoportable, recuerdo de viejos pecados culinarios.
En cuanto al orden, la heladera debe ser un laboratorio, un quirófano y una biblioteca. Todo a la vez. Los vegetales sólo encuentran su lugar luego de un concienzudo lavado y un no menos minucioso secado. Las frutas, por separado, en recipientes sin tapa. Las hortalizas, en el crisper –¡oh, palabra sin glamour!– que les vino asignado de fábrica. Las más pesadas abajo; las que son pasibles de aplastamiento, arriba. Las verduras de hoja, sin rastro de humedad, en bolsas con cierre –previa extracción de todo el aire posible– o en los clásicos tupper. Quesos y fiambres en el cajón superior, envueltos con cuidado –de preferencia con film. Los lácteos en el estante superior. Las botellas abiertas en el compartimento de la puerta. Al igual que los huevos, los condimentos y la manteca que tienen lugares predeterminados. Las bebidas cerradas, en el estante inferior, sobre los cajones de vegetales. Los dos estantes centrales son una suerte de zona liberada en la cual la dinámica de cada hogar impone su propia normativa a condición de que se mantengan los estándares de sistema, rotación y envasado. ¡Hombre, vamos! ¡Que esto no es obsesividad sino que por algo los diseñadores se han roto la crisma pensando en el mejor aprovechamiento de los pies cúbicos de nuestra heladera!
El freezer, para el cual las reglas de orden y protección de los contenidos son análogas a las del refrigerador, tiene, sin embargo, algunas especificaciones extra: las comidas preparadas no deben estar mucho tiempo en animación suspendida porque agarran "gusto a freezer"; los cubos de hielo deben recambiarse periódicamente porque adquieren "gusto a viejo" y, por mi parte, reniego de los electrodomésticos supermodernos con expendedor de agua porque el líquido, aunque sale a una temperatura ideal, termina teniendo "gusto a dispenser".
Un párrafo aparte merece la "patrulla de emergencia". Mi madre, por ejemplo, eximia cocinera y cultora del movimiento anarco-caótico, suele requerir, cada vez que la visito, un patrullaje de su heladera. Entonces, con inenarrable placer, recibo la bendición de una dosis extra de alimento para mi obsesividad y la emprendo contra los cinco frascos de mostazas vencidas, los cuarenta y cuatro poquitos de restos irreconocibles de pululan por ahí, las ochenta y tres bolsitas con verduras y frutas peligrosamente contaminadas que inundan todos los niveles, los tetra packs de variado tamaño que, casi vacíos, parecen reírse de mí desde el lugar de las botellas, las diecisiete mitades de cubitos de caldo que decoran con plateada dignidad el depósito de huevos y el trozo de manteca que se aplasta contra una lata de cerveza. Y no me detengo hasta que la heladera queda hecha una pin-tu-ri-ta.