6.1.09

Laurita mira la tele – Episodio II

Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquiles...

Yo lo detestaba. Lo odiaba con la intensidad extra que sólo provee una envidia feroz y ciega. Con ese ímpetu sin riendas de los siete u ocho años, cuando se puede desear lo peor porque la culpa es apenas un retortijón que nos asalta en el momento previo a dormirnos, un pinchazo tan leve que no produce remordimiento alguno.
Lo odiaba pero no dejaba de mirarlo. Asistir a su aparición en la pantalla era un acontecimiento insoslayable que yo esperaba con ansiedad. Cuando la voz del presentador anunciaba su llegada, yo sentía acelerarse mi respiración. Lo veía entrar en cuadro, seducida por su impecable traje, el pelo prolijamente peinado, la expresión de "chico más bueno de la cuadra", una humildad que de lejos se percibía falsa y la muy conveniente sonrisa dentífrica. Esa corrección inicial –tanta ubicuidad daba náuseas– no era más que el mal disfraz de la altanería y la autosuficiencia que saldrían a la luz minutos después.
Por supuesto, el hipnótico placer de verlo concursar no sólo me atrapó a mí. Miles de personas aguardaban con ansia el día y la hora de su presentación. Era un fenómeno en el más riguroso sentido de la palabra: cosa extraordinaria o sorprendente; persona o animal monstruoso, y –también– persona sobresaliente.
Y yo no lo toleraba.
Teníamos muchas cosas en común. Tal vez demasiadas. Los dos habíamos leído –y comprendido– muy tempranamente la obra de Homero. Nuestra cotidianidad estaba poblada de esos dioses paganos permanentemente agitados por pasiones humanas. Eramos tan memoriosos como capaces de crear escenarios para esos mundos de palabras y dar cuerpos a los héroes de papel. Podíamos ser encantadores frente a un auditorio, sorprendiendo con nuestra rapidez mental y con muestras de ironía muy poco frecuentes en la infancia. Nos sentíamos más cómodos frente a adultos que frente a pares.
Pero nuestras vidas paralelas de niñitos prodigio tenían destinos por completo divergentes: mis padres jamás hubiesen avalado semejante exposición pública, ni permitido que me alejara tanto de las cuestiones relativas a mi edad, ni aceptado exhibirme como una mercadería rara, singular, escasa, selecta. Mucho menos hubiesen considerado hacer dinero con mi precoz intelecto.
Me costó años entender que tras sus respuestas a cámara, soberbias, seguras, indubitables, había como poco una obsesión malsana, muy lejana de cualquier placer infantil y dedicada al regodeo de los adultos circundantes.
Me costó años darme cuenta de que jamás hubiese podido ser él. No así. No de memoria. No con esa intensidad. No bajo esa presión. Y en ese recorrido, también me di cuenta de que no sólo no hubiese podido ser él; no hubiese querido ser él.
Es cierto, yo hice de él mi enemigo y mi contendiente durante mucho tiempo.
Es cierto, yo envidié con ira helénica a Claudio María Domínguez y su millón de pesos ganado en Odol Pregunta.
Por suerte, la intervención divina –olímpica, por supuesto– me sacó de ahí.

1 comentario:

Orson Díaz dijo...

Gran post.
Tu sentido del humor (o tu humor sentido) mezcla intrépidas ironías con la precisión de un cuento.
Gracias, otra vez.
De todas maneras, no te redime verlo a tu contendiente en sus programas de cable, venerando a la baba de sai?