12.2.09

El lastimoso

En la República del Paraguay, lugar donde años atrás supe (?) desempeñar algunas de mis tareas, es usual que cuando alguien tiene que disculparse o excusarse utilice, en vez de nuestro rioplatense "lamentablemente", el muy gráfico, colorido y polisémico "lastimosamente". Así, es posible escuchar un "lastimosamente, el señor xx ya se ha retirado de la oficina" o "lastimosamente, no podré asistir a la cena" o aún "lastimosamente, el vuelo a Buenos Aires fue cancelado".
Hecha esta breve introducción, vuelvo al punto que da origen a la entrada.
El lastimoso es un hombre paradojal. Ha tolerado con estoica entereza el abandono de su mujer, la incomprensión del mundo, el olvido de los hijos, los vaivenes económicos y los inconvenientes de salud. Aún así, en vez de pensar y sentir que una manada de mamuts lo orina alegremente desde el cielo –frenético extremo del "meado por los perros"–, piensa y siente que debería haber nacido en una época pasada porque no está hecho para la salvaje agresividad de nuestros días.
No hay en él el más mínimo atisbo del amor propio –por llamarlo de alguna manera– típicamente masculino. Vive solo. Realiza todos los quehaceres domésticos sin sentir que eso afecta su hombría: limpia, lava, plancha, cocina y hasta cose –en algunos ámbitos se lo conoce como "el rey del parche"– cual damisela en edad de merecer. Es ordenado, pulcro y austero. Físicamente bien conservado. En la cama zafa a fuerza de experiencia o de una que otra pastillita azul, y no hay noche apasionada que le impida correr las cortinas y revisar la llave del gas antes de entregarse a las horas de sueño reparador que cumple con rigurosa contrición.
Al contrario que la mayoría de los hombres, frente a situaciones como la crisis económica y financiera, no piensa en conseguir un aumento de sueldo sino en cómo arreglarse con menos. Por cierto, aunque podría aspirar a más, aplica una enorme dosis de energía para mantenerse donde está recortando gastos, resignando lo que a cualquier mortal le parecería bienestar y para él es superfluo, y ajustando lo que viene ajustando desde hace tiempo. Todo esto no hace más que hablar del enorme placer que le causa la inmovilidad.
Si tuviese un escudo de armas en él se vería la máxima: "No derrocharás, no ensuciarás". Y yo agregaría "no progresarás".
El lastimoso, además, no sueña, no desea y no proyecta. ¿Para qué hacerlo? Un sueño lo pondría en el terreno del deseo y éste, a su vez, en el del proyecto. Todas ellas –sueño, deseo y proyecto– instancias reservadas para la voracidad que otorga la testosterona que a él parece faltarle.
No importa la edad que tenga, a pesar de su aspecto físico, este hombre siempre parece estar recorriendo el tramo final de su vida, mirando el futuro por el espejo retrovisor. Cuenta historias viejas de tiempos gloriosos, canta canciones viejas de su loca juventud, se ríe de chistes viejos que siguen pareciéndole graciosos y está rodeado de recuerdos que hacen brillar sus ojos.
En lo más profundo de su ser siente un enorme terror a la vejez y alberga la creencia de que mantenerse en ese estado conjura los efectos del paso del tiempo; entonces, termina pareciendo un hippie preservado por quién sabe qué curioso mecanismo de congelamiento y traído a un presente que no entiende y se resiste a habitar.
Sin embargo, aún con esta colección de atributos de perfecto loser, el lastimoso es un winner importante. He aquí la paradoja digna de mal jugador de tute cabrero: gana a más cuando había decidido ir a menos.
Nunca falta a su lado una mujer de treinta sensibilizada por su alta performance doméstica, una jovencita seducida por su aspecto informal y juvenil –que en realidad no es informal ni juvenil sino anacrónico–, una cuarentona maltratada por otras relaciones que cree haber encontrado en este hombre tranquilo y apacible la cura para viejas heridas. ¡Sí, encima es multitarget!
Lo cierto es que, para decirlo crudamente, inspira lástima. Y las mujeres solemos confundir lástima con ternura.
Pero, claro, el encanto dura poco. Bastará conocer su casa y asomarse a sus rígidas rutinas dignas de Esparta para advertir que hay poco espacio para enternecer y mucho para decepcionar; que las flores robadas no fueron un gesto romántico y que la comida fue casera para ahorrarse el restaurant.
Entonces habrá llegado el momento de huir en busca de horizontes más propicios y dejar a este ganador malgré soi atesorando un nuevo, reluciente y dulce recuerdo que, además de aumentar su colección y brillar junto al compendio de sus desgracias, le confirma que el éxito es una vana ilusión y que la fama es puro cuento.

1 comentario:

SBM dijo...

Tu descripción ni es lamentosa, ni lamentable. Al contrario, furiosa y esclarecedora, tanto que llego a pensar que a más de uno has conocido.

Paradójico, contradictorio, tacaño, pseudoprogre, anodino...qué joya de hombre.