1.5.08

El prolijito

El prolijito es un viejo maniático en un cuerpo de cualquier edad. No importa cuán atlético sea, ni su apariencia moderna o incluso a veces aniñada, la vida en un geriátrico tiene más acción que la de este hombre.
Esclavo de su rutina de rituales, alinea el vaso con el plato y los cubiertos, el atado de cigarrillos con el cenicero y el encendedor. Su existencia es un infierno ortogonal donde todos los objetos ocupan lugar en una cuadrícula que sólo sus ojos perciben.
Algo parecido le sucede con la ropa a tal punto que, para cualquier mujer, asomarse al placard de un prolijito es como haber sido invitada a la cámara de torturas de la Santa Inquisición: las medias, los calzoncillos, las remeras doblados de idéntica manera y separados por color; los ganchos de las perchas y las abotonaduras de las camisas mirando hacia el mismo lado; los sweaters respondiendo al riguroso orden más-grueso-abajo-más-fino-arriba; el calzado, según sea deportivo o formal y, además, apoyado cual si respetase la imaginaria línea de largada de una carrera de cien metros. Todo un shock frente a la desvergüenza de nuestros revueltos cajones, caóticos percheros e infernales estantes.
Y, sin embargo, a pesar de estas costumbres peculiares, es posible que el prolijito resulte en un principio sumamente atractivo para el género femenino. Es que jamás va a dejar la toalla húmeda sobre la cama ni hará gala de escatológicas manifestaciones típicas de hombres ni dejará las zapatillas malolientes durmiendo el sueño de los justos bajo la mesa donde en minutos más se servirá la cena.
Pero eso es sólo en un principio. Apenas superada la etapa mágica en la cual vemos a este maniático como un príncipe azul que además se porta bien –lo que para cualquier mujer promedio es "bien"–, el prolijito que, por cierto, siempre ha sido igual a sí mismo, se torna, ¡pecado de los pecados!, endiabladamente previsible y sobreviene en su ocasional compañera el más dañino de los virus que puede atacar a la pasión: el aburrimiento.
Porque ya descubrimos que tres besos rápidos son un paño frío, suerte de "bueno, bueno, tranquilita, ya está" que apaga cualquier intento erótico; que el tipo anda en calzones para estar fresco pero se pone medias –especiales, por supuesto, para no estropear "las buenas"– porque detesta ensuciarse los pies, y que la manera en que se sienta en el borde de la cama para desvestirse anuncia inequívocamente si habrá sexo o si a los dos minutos estará roncando cual rinoceronte sin siquiera haber dicho hasta mañana.
Porque en la inamovible agenda de su vida hay un momento específico, predeterminado e irrevocablemente fijo para cada cosa. Y a veces hasta parece increíble que pueda enfermarse justo en el hueco entre el fútbol y la visita de sus hijos; que tenga previsto lo que va a comer durante toda la semana, y que nos llame si y sólo si ya puso la ropa a lavar.
Por supuesto, es absolutamente incompetente si se trata de resolver una emergencia (pero eso no hace a su esencia de prolijito porque, convengamos, casi todos los hombres lo son, sin importar el modelo).

Presas del más profundo hastío que nos ataca cuando ya sabemos la hora del llamado, el tenor de la invitación, lo que cena los martes, quién lo llena de patadas cada vez que juega al fútbol y cuál es el mejor jabón en polvo para ropa muy sucia (siempre y cuando, por supuesto, uses la cantidad correcta, que no es la que recomienda el envase ni la que usaba su ex mujer sino la que él, merced a su encarnizada persistencia en la repetición de acciones mecánicas, descubrió a fuerza de ensayar, una y otra vez, cómo tener la ropa más limpia del barrio), un día cualquiera dejamos de escucharlo. Otro, antes de abrirle la puerta y sin visión de rayos X, extendemos la mano para agarrar el ramo de seis –ni tres ni cinco ni doce, seis– rosas amarillo pálido que nos entregará ni bien nos vea. Al siguiente encuentro, rogaremos que no nos relate por centésima vez sus experiencias con el turismo aventura (en sus términos, un crucero a Río de Janeiro es turismo aventura). Y empezaremos a preguntarnos qué es lo que estamos haciendo con ese potus disfrazado de persona. Entonces, con una lucidez tardía, nos vendrá a la memoria aquella primera noche cuando, en vez de sucumbir a la tentación de una refriega que dejara el lugar sembrado de prendas en sugerente desorden, el prolijito detuvo por completo su accionar y, con inigualable parsimonia, se sacó los pantalones, los dobló y los dejó sobre una silla.
Y sabremos que, una vez más, la culpa es nuestra.

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