Mi tierna infancia de monstruito prodigio estuvo marcada por la televisión. Esos aparatos que hoy son planos, ultradelgados, apaisados, a todo color y con sistemas touch, en ese entonces eran unos toscos cubos marrones con selector de canales, pantalla gris verdosa, sintonía fina y graciosa antenita móvil para mejorar la siempre imperfecta imagen.
Para dar una idea de en cuánto la tele me atraía diré que mi exposición a los rayos catódicos se iniciaba con la señal de ajuste –la grilla que permitía calibrar horizontales y verticales– y terminaba con "Palabras de vida", un engendro religioso alentado por los sucesivos gobiernos militares que azotaron aquellos años.
La vida pasaba por la televisión. Mi vida de cuatro años pasaba por la televisión. Sin plan, sin agenda y sin horarios. Indiscriminada, masiva, adictiva. Así era mi presencia frente al aparato. Me daba lo mismo "Jardilín" que "Buenas tardes, mucho gusto"; "El llanero solitario" que "Ben Casey" (mucho más atractivo que el doctor Kildare, ya por ese entonces tremendo bala); "El club del clan" que "Sábados circulares"; "El amor tiene cara de mujer" que "El muñeco maldito".
A Tato Bores no lo entendía pero lo miraba igual. Me asustaba el bigote de escobillón con el que un general de turno ocultaba el labio leporino (eso decía mi mamá, yo sólo sé que el tipo hablaba raro). Disfrutaba del terrorífico Narciso Ibáñez Menta. Me divertía la vocecita aguda que salía del voluminoso cuerpo de Aldo Cammarotta. Me intrigaban las misteriosas predicciones de Horangel. Me irritaba el tonito estúpido de Annamaría.
Vi cien veces "Gunga Din", otras tantas "Ben Hur" y también "Casablanca". Lloré de risa con "Hay que educar a Niní" y "Madame Sans Gêne", y de emoción con "Dios se lo pague". Amé a Lolita Torres con la misma intensidad con que me aburrió Libertad Lamarque. Amalia Sánchez Ariño hablaba como mi abuela. Luis Sandrini me parecía tan tonto como José Marrone y siempre me quedaba con Pepe Biondi.
Tuve mi gorro con orejas –un esfuerzo de producción de mi mamá y mi abuela (no la que hablaba como Amalia Sánchez Ariño sino la otra)– para ver "Disneylandia" y sentirme cerca de esos chicos tan compuestos a los que un amable Walt Disney enseñaba cómo se hacían los dibujos animados.
"Disneylandia" fue, sin lugar a dudas, mi programa favorito. Sobre todo cuando dedicaba su emisión a la Tierra de la Fantasía porque ¡menuda decepción me invadía haber esperado toda una semana para ver mapaches y castores!
De solo ver aparecer a Campanita (muchos años después empezó a ser Tinkerbell) y escuchar la música se me estrujaba el corazón y se me hacía un nudo en la garganta.
Jamás hubo un límite para mi pasión por la tele. Nunca un "andate a la cama" ni un "primero comé". Claro, para cuando cumplí cuatro años, ya leía, escribía, atendía el teléfono y anotaba los mensajes de quienes llamaban. De hecho, miraba televisión sentada sobre los dos tomos del diccionario enciclopédico que solía sacarme de dudas cuando no entendía una palabra, siempre bajo la mesa de la cocina. Así que no había mucho que reglamentar.
Ese mundo en blanco y negro, con fantasma y el punto de luz que quedaba cuando la tele se apagaba me acompañó durante toda mi infancia. Siempre estaba ahí. Disparador de preguntas incómodas. Alimento de una fantasía sin límites. Testigo de mi avidez y generador de algunas inolvidables rabietas.
30.11.08
Laurita mira la tele
(continuará)
Publicado por Laura Cambra en 19:34
Etiquetas: las cosas por su nombre, Lau TV, mi personal fest
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1 comentario:
Me acabas de hundir, ¿Campanilla no se llama Campanilla? ¡Eso es un ultraje!.
A mi también me gustaba la tele, pero yo me centraba en los anuncios, según dice mi madre. La presentación de los programas de Walt Disney, con aquello de ¡El mundo es cascada de colores!... me enloquecía.
Ahora me toca de nuevo ver La casa de Mickey Mouse, Caillou, Baby Einstein, y todo lo demás... a veces me siento un poco ridícula porque además entono todas las cancioncillas para regocijo de las niñas.
En fin, uno no sabe si bendecir la tele, o tirarle una pedrada.
Besos
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