18.5.09

El fin de las curvas

Hubo un tiempo lejano en que reinaban las curvas. No importaba tanto si las mujeres eran rubias o morochas, lo que importaba de verdad eran las cinturas marcadas, las caderas fuertes y el busto definido. La proporción de la belleza femenina era la de una guitarra. Brigitte Bardot, Gina Lollobrigida, Sophia Loren, Raquel Welch mostraban sus formas en el cine para delicia de los hombres y tranquilidad de las mujeres.
Pero llegó ella y todo cambió. Con su delgada languidez nos escupió el asado de las redondeces. ¡Si hasta el nombre con que la conocimos remitía a la nueva moda del raquitismo! El busto pasó a ser apenas un accidente menor en las superficies planas de las prendas de vestir. La cadera, inexistente. Las piernas delgadísimas, aptas para las minúsculas polleras y las medias con dibujos grandes y coloridos. El rostro de líneas afiladas. Los ojos enormes, enmarcados en exageradas pestañas postizas, más grandes aún porque todo en ella era pequeño, delicado y frágil.
Sus fotos, que recorrieron el mundo, al principio causaban escándalo: eran el símbolo de una mujer joven, liberada, moderna que, dueña de su cuerpo, lo exponía con mini-skirts –la revolucionaria creación de Mary Quant– y hot-pants que no admitían un gramo de más.
Con ella nació el concepto de mannequin-percha en la que la ropa literalmente colgaba; en la que el cuerpo desaparecía de la escena.
Por supuesto, ella no vino de las ondulantes tierras latinas sino de la mezcla entre la sofisticación y la psicodelia londinenses de los años 60.
Yo la admiraba porque era extrañamente hermosa. Pero también la odié con todas mis fuerzas porque fue ella, Twiggy, quien arruinó mi adolescencia. Por causas ancestrales, yo estaba condenada a no tener ese porte longilíneo, ese aspecto de junco a punto de quebrarse. Condenada a no entrar en el nuevo paradigma de la belleza universal: esa delgadez extrema que aún hoy nos hace a la mayoría de nosotras, las mujeres de estas tierras y estos orígenes, esclavas de la hoja de lechuga, las bebidas sin azúcar y los lácteos de bajo tenor graso que, ¡oh, casualidad!, son creaciones posteriores.
¡Ella hizo que comer sea pecado!

1 comentario:

SBM dijo...

Aprecio la entrada por lo bien que hilas y la gracia que tienes escribiendo. Creo que en estos temas de la apariencia física de las mujeres hay un abismo entre el gusto de los hombres, que siguen prefiriendo ese modelo latino de curvas (del que hoy sería prototipo la Bellucci), y el gusto de las propias mujeres, que preferirían parecerse a Keira Knightley - se escribe así o parecido-.

Perdona la barbaridad, pero tenía un amigo que le gustaba decir eso de "cuanto más masa, mejor se pasa". Pero bueno, tampoco hay que fiarse, ese amigo tuvo una novia, y decía que tenía un lunar junto a la boca como Marilin, cuando lo dejaron, la pobre chica pasó a tener una verruga cerca de la nariz como una bruja.

En cualquiera de los casos, lo malo no es el pecado, es el remordimiento. Sí, querida Laura, yo perdí los abdominales y me empieza a escasear el pelo, pero ante un pata negra y un buen vino no hay remordimiento. Para entrar en ese club de la buena comida y bebida, condición indispensable de admisión es la falta de remordimientos.