22.8.07

Diario de una obsesiva III – El supermercado

El supermercado puede ser el paraíso o el infierno para una obsesiva como yo. Y lo curioso es que el tránsito entre lo placentero y lo insoportable, en ocasiones, es cuestión de segundos.
Para mí, el ritual comienza mucho antes de poner un pie en el super. Papel y lápiz en mano, la memoria no me alcanza –o no le doy el voto de confianza necesario– para una lista exhaustiva, entonces, el recorrido por alacenas y despensas se hace inevitable. Reviso estantes, cuento reservas, calculo reposiciones. Escruto la heladera y el freezer. Imagino comidas, preparaciones, menúes. No vaya a ser que el maligno dios de la improvisación me castigue con un olvido imperdonable.
Las anotaciones dependen de un régimen previamente instaurado que divide las provisiones según un esquema de compra semanal, quincenal o mensual. En el primer apartado se ubican los productos con fecha de vencimiento, en el segundo los de almacén y las carnes, y en el tercero los artículos de limpieza y tocador. Así las cosas, la lista se conforma con tres columnas en las cuales, por riguroso orden de recorrido, se ordenan los artículos a adquirir, para lo cual me sirvo de la memoria fotográfica que reproduce las góndolas.
Si todo pudiese estar bajo control, la visita al supermercado sería como pasear a Lola, mi perra, que siempre se detiene en el mismo árbol, husmea el mismo umbral y le ladra a la misma reja. Pero el mundo supermercadista no se rige por las reglas de la costumbre sino por las del marketing, entonces el artículo que la semana pasada estaba en la punta de una góndola, hoy se encuentra en el medio, el que estaba arriba ahora está abajo y mejor no describo los faltantes, esas ausencias que cambian mi perspectiva de la comida familiar en menos de un segundo. En ocasiones, además de estos movimientos puramente promocionales por los que las empresas pagan un derecho de ubicación, me encuentro con que todo, absolutamente todo, se ha mudado para evitar que personas como yo, organizadas y sistemáticas, resistamos la regla número uno del supermercado: la compra compulsiva, ese ver y desear que se mancomunan para dirigir una mano a un producto, ese falso recordatorio de una no menos falsa necesidad que la mayoría de las veces nos devuelve a casa con bolsas cargadas de provisiones que en un momento parecieron imprescindibles y que, a la vista de la cuenta y con la cabeza más fría, sólo sirven para ejercitar la capacidad de argumentación y autojustificación: me viene bien, estaba en oferta, no incidió tanto en la suma final o, el último recurso, me había olvidado de incluirlo en la lista.
Cargar el changuito y embolsar los productos recién pasados por el lector óptico requiere de otras reglas básicas: no aplastar, mantener separados los artículos de limpieza y tocador de los alimentos, apartar los refrigerados y congelados, concentrar latas y botellas en un solo lugar. Estos procedimientos no sólo sirven para preservar la compra de posibles daños sino también para poder llevar a cabo satisfactoriamente la última etapa: descarga y orden.
Previsión, minuciosidad, sentido común, manejo de circunstancias adversas e imprevistos, visión panorámica de situaciones y eventos, resolución inmediata de problemas y desafíos; sin despreciar la capacidad de instrumentación de herramientas como diagramas logísticos, cuadros de doble entrada, elaboración de informes estadísticos, aplicación racional de esa información para la optimización de recursos. Todo al servicio de una simple compra de supermercado. Pero nada es simple cuando se trata de obsesividad. Por suerte, para personas como yo, existe la tecnología y es insustituible: desde hace un tiempo, cualquier supermercado online hace todo esto por mí por el módico precio de seis pesos. Así me queda tiempo libre para escribir posts.

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