Hay un tipo de mujer al cual el elogio le resbala. Con una autoestima del tamaño del Hermitage, va por la vida sintiéndose una diosa recién descendida del Olimpo. Las miradas, los comentarios y murmuraciones jamás alcanzan siquiera a rozar su inexpugnable estructura yoica. Como hermanastras de la Cenicienta, las envidiosas susurran a su espalda –que además de bella es sorda– que "se cree más de lo que es". Jamás piensa que el piropo encierra una intención o que oculta un deseo simplemente porque NO LO ESCUCHA.
Del otro lado de esta resplandeciente mujer-de-cualquier-edad hay otras que no gozan del amparo de un ego tan bien dotado. Yo soy una de "esas otras".
Durante años, cualquier elogio dirigido a mí, fuese de la índole que fuese, me causaba una enorme extrañeza. La sensación clara de que era exagerado o de que constituía un grave error de apreciación.
Así andaba yo por la vida, respondiendo al "¡Qué linda que estás hoy!" con un "¿Estas seguro/a?"; al "Lo hiciste muy bien" con un "No tanto"; al "¡Qué bien te queda ese corte de pelo (o el vestido o lo que hubiese de innovador en mi aspecto!" con un "¡No, te parece a vos!". Por no mencionar el directo "no te creo", el ofensivo "estás loco/a", el oftalmológico "vos necesitás anteojos" o el incrédulo "no me mientas".
Más allá de cualquier (auto)interpretación –a la que cientos de horas de diván mirando el techo y hablándole al psicoanalista de turno (o mirando al psicoanalista y hablándole al techo, porque también he tenido malas experiencias) me habilitan– sobre la descalificación de la mirada del otro o la propia mirada funcionando como un censor autoritario e implacable, el halago, el piropo o cualquier otra manifestación elogiosa hacia mi persona se transformaban en el escenario de una lucha interna en la cual un bando pugnaba por creer y así lograr la inyección de energía para el ego sediento; mientras que el otro bando, casi siempre victorioso, esgrimía con notable efectividad argumentos del tipo "no te lo creas", "algo habrá detrás de tanta adulación", "¿te miraste bien?" o "es demasiado bueno para ser cierto".
¿Y por qué digo que integro las huestes de "esas otras" al mismo tiempo que cuento esta historia en pasado? ¿Es que, con los años y la sabiduría adquirida, el bando vencedor ha pasado a ser el vencido?
No. Ni ahí. Lo único que los años me han dado, además de lo inevitable, es una cierta capacidad de sonreír apenas, con los labios bien apretados para que de la boca no ose escapárseme palabra alguna, mientras en mi mente se repite la insoslayable pregunta: "¿Me estará hablando a mí?".
10.10.07
Perdón, ¿es a mí?
Publicado por Laura Cambra en 16:37
Etiquetas: grandes tragedias femeninas
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1 comentario:
Cuando he contestado en esa tesitura... no me trataste con tanta benevolencia :)
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