La expresión "objeto sexual" habitualmente desencadena turbas de ratones tanto en hombres como en mujeres. Asociada a estereotipos, se corporiza en humanidades pulposas o musculosas, vientres planos, protuberancias marcadas, pieles lisas y cierta parafernalia fetichista de sugerentes veladuras que insinúan más de lo que muestran. Para el espíritu femenino es generadora de románticas oleadas que llevan a prefigurar con mayor frecuencia la cena a la luz de las velas con George Clooney antes que el momento de un ansiado revolcón, situación por la que invariablemente se deja sorprender aun habiendo comprobado repetidas veces que las sorpresas no siempre son agradables y que, en muchos casos, la cena a la luz de las velas no alcanzó para más que para calentar motores de un Fórmula 1 cuando en definitiva todo se circunscribía a un aburrido paseo dominguero. Los hombres, en cambio, más enfocados y lineales, obvian aditamentos y escenografías para poblar su imaginario de fragmentos corporales en acción –no necesariamente pertenecientes a la misma persona e intercambiables randomly–, con la seguridad de que, en caso de tener que aplicar la ley del último recurso, Onán estará esperándolos al final del camino para ofrecerles su solitaria satisfacción.
De modo que si para una mujer el objeto sexual viene en una cajita con envoltorio, moño y dedicatoria, para el hombre es una suerte de patchwork on demand.
Ahora bien, cuando consideramos al objeto sexual ya no desde la perspectiva de sus potenciales sujetos sino desde el otro lado del espejo, en función del "yo, objeto sexual", nos enfrentamos con una lista muy diferente de beneficios, condiciones y requerimientos.
Entonces, la primera diferencia es que la existencia del objeto sexual no está determinada por el usuario –sujeto de ese objeto– sino por quien desea transformarse en herramienta que otro podrá, a su gusto y placer, manipular.
Un objeto sexual es, por propia voluntad, un aparato genital con una persona alrededor. Una persona que está así nomás, como ornamento prescindible de una bragueta o de una tanga. Objeto parcial y fragmentario si los hay, reserva para sí cualquier manifestación sentimental ofreciendo para el intercambio sólo la parte que se aplica a la tarea y desafectando toda otra porción de sí. De ese modo, no compromete ninguna emoción: aparece, hace lo que tiene que hacer y desaparece. Dado su carácter de retazo, no precisa la belleza de Angelina Jolie ni el porte Jude Law. Una buena performance alcanza y sobra. Y la palabra "una", en este caso, es de verdad ajustada porque, aunque es fácil confundir la categoría de objeto sexual con la de adicto al sexo, el verdadero objeto sexual no suele ser víctima del desenfreno ni emprende carreras para agregar muescas en la culata de su revólver. Es más, a su manera desapegada, es absolutamente fiel.
Sin embargo, hombre o mujer, el objeto sexual se mantiene tan lejos del romanticismo como de la peste. Su vida es un permanente ahora, sin pasado ni futuro, sin plan ni meta. De manera ocasional es posible que comparta un cigarrillo: el de antes o el de después (la disyunción es, en este caso, obligatoria). Su secreto mejor guardado es la capacidad que tiene para parecer siempre a disposición del sujeto de turno cuando, en realidad, su maestría reside en mostrarse como esclavo y ser quien gobierna, de manera casi tiránica, cada situación que se le plantea. Jamás se sentirá obligado a cambiar una lamparita ni a preparar una comida ni a mantener charlas estúpidas con amigos ajenos (o charlas ajenas con amigos estúpidos) ni a prestar asistencia frente a un ocasional malestar, arrellanado como está en la comodidad de que a nadie se le ocurriría pedirle otra tarea que la que, fiel y eficiente, se aplica a cumplir. Tampoco tendrá la necesidad de hacer un regalo porque, desde el narcisismo circunscripto –e inconscientemente sobrealimentado por el ocasional sujeto que lo acompaña–, el mejor regalo que puede hacer es él mismo.
La escasa o nula afectividad que otorga a los vínculos le permite obviar las miserias que la convivencia, aun la convivencia ocasional, va construyendo allí donde alguna vez hubo amor y seducción: desagradables raíces blanquecinas que asoman esperando el momento de la tintura; el no menos desagradable crecimiento del vello que resta tersura a la piel; vergonzantes –aunque a veces desvergonzados– incidentes escatológicos o digestivos; pies malolientes, despertares lagañosos y momentos de malhumor en los que el espacio habitable se estrecha y se espesa hasta límites insospechados. Y, además, ha desarrollado una finísima percepción del momento exacto en el cual está a punto de caer en la trampa de la cotidianidad, ese momento en el cual, frágil y conmovido, puede abdicar a sus sólidos principios.
A años luz de las batallas por la frazada y el control remoto, de las tías viejas que hay que invitar a cenar una vez por mes, de los sobrinos incordiosos que caminan sobre los sillones recién retapizados, el objeto sexual disfruta de un tesoro invalorable: la intimidad. Una intimidad que nunca confunde con una situación compartida con otro ser humano sino que sabiamente restringe al contacto profundo, singular e irreemplazable consigo mismo.
12.2.08
Las delicias de ser un objeto sexual
Publicado por Laura Cambra en 12:28
Etiquetas: cambalache
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1 comentario:
PLOP!
estar en su mente, y en su alma, señora.
no esperaba menos.
pd: me gusta que la acompañe un opuesto complementario. compañeros de tiros al blanco, dobles, of course.
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