Las reglas del protocolo son claras en cuanto a lo que es de buen o mal gusto preguntar a una persona que acabamos de conocer. Una charla amena, por ejemplo, elude toda cuestión relacionada con política, religión y sexo (bueno, no se trata de diversión sino de protocolo), dinero, estado civil y cualquier tema vinculado con la vida privada; es decir, todo tópico que pueda sensibilizar a los participantes.
Entre las preguntas desaconsejadas está la muy frecuente "¿A qué te dedicás?" (o "se dedica", en caso de un tratamiento más formal) que, una vez proferida, normalmente es contestada por la mayoría de las personas sin grandes signos de incomodidad.
Ahora bien, si ya es poco feliz inquirir a qué se dedica una persona, seguir avanzando se transforma en una tentación irreprimible para el preguntón y en una tortura para el interrogado cuando la respuesta dada involucra una profesión relacionada con el arte.
Por algún indescifrable motivo, las palabras "artista plástico", "escultor", "actor" o "escritor" desencadenan una furiosa indagatoria que olvida toda regla de protocolo, buenas costumbres, educación y cortesía.
Porque, ¿alguien le pregunta a un abogado –excepto que se trate de un colega– en qué fuero se desempeña? ¿Cuántos juicios ganó ? ¿Cuántos fallos judiciales pusieron a sus eventuales clientes tras las rejas? O a un médico cuál es su especialidad, cuántos pacientes salvó de la muerte y cuántas vidas de los que confiaron en su pericia conforman su lista de pérdidas irreparables.
¿Alguien trata de confrontar a un contador con las inspecciones de la AFIP que tuvo que atravesar y cómo "dibujó" alguna conveniente fantasía en el balance de una empresa? No, ciertamente, cualquier situación de ese tipo sería considerada una grave falta de ubicación.
Sin embargo, basta que una persona pronuncie, por ejemplo, el mágico "escritor" o, en mi caso, "escritora" –suerte de "ábrete sésamo" de la indiscreción– para que, tras el primer "¡Ahh!" de admiración, aparezca una actitud más cercana a la de Torquemada que a la de un súbito admirador, y la lengua de quien tenemos enfrente empiece a gatillar preguntas cada vez más inquisidoras, cada vez más incómodas que, transcriptas, pueden llegar a dibujar el camino del infierno y que dictaminan la muerte del hasta ese momento agonizante protocolo.
De pronto y sin aviso previo se escucha otro "¡Ahh!" (segundo de unos cuantos por venir) seguido del "¿Y qué escribís?"
A esta altura, ya me autoflagelé por no haber mentido piadosamente (piadosamente para mí que sé lo que me espera) y tengo ganas de contestar que escribo cartas insultantes e intimidatorias, que nunca envío, a personas que no existen y que después quemo para que queden rastros de mi infame actividad. Y, sí, tengo poca paciencia, al menos en mi interior, porque, en realidad, con sonrisa dentífrica contesto telegráficamente: "Cuentos".
Entonces (omito los "ahhh") sobreviene la siguiente pregunta inadecuada: "¿Para grandes o para chicos?", formulada con cara de "mirá qué inteligente que soy y cuánto me interesa lo que me contás".
Mientras mi barómetro sube y mi voz interna grita "decile que escribís cuentos verdes, obscenos y soeces para chicos porque alentás toda forma conocida y por conocer de perversión", yo acomodo la sonrisa que empieza a ser mueca y sigo siendo educada pero todavía escueta: "Para adultos".
Como al parecer las respuestas discretas y sintéticas tienen un efecto motivador en los interlocutores, llega, inevitable, una nueva inconveniencia: "¿Pero cuentos de qué?" acompañada de un gestito tipo "esta vez te agarré".
Si la pregunta anterior remitía a una extremadamente básica división de la literatura (la dupla infantil/para adultos), la actual –el arbitrario corte temático– me deja con la presión a niveles de accidente cerebrovascular, el gesto contraído y la mirada torva. Entre dientes, mi respuesta tiene sibilancia ofídica y malvada: ¿Qué querés decir con "cuentos de qué"?
Aliviada porque la incomodidad ha pasado al terreno contrario, veo a mi casual interlocutor o interlocutora dar un paso atrás en sus impertinentes avances y buscar con denuedo las palabras que expliquen su pregunta para, luego de un momento de duda y ante la lamentable falta de recursos teóricos, lanzar un desesperado: "¿Ciencia ficción?".
Sé que en ese momento podría empezar a hacerle la vida difícil, emplear elementos discursivos que lo dejen fuera de la conversación, apelar a algún punto estratégico de mi curriculum vitae y escuchar el "humille, humille" que me arenga desde adentro. Pero no. No nací para eso. No me va la máxima bélica de que al enemigo no se lo deja herido. Y, en un instante, me invade la piedad. Para ser franca, la piedad y cierto hartazgo de conocer a la perfección el final de la historia. Aún así, como no me entrego con facilidad, digo: "No, ciencia ficción no".
En ese punto de la charla sé que soy cadáver. Mi persistente laconismo, mi renuencia a las explicaciones y definiciones, mi pudor (entendido por el otro como fingida humildad) me dejan expuesta a un ataque del que no podré defenderme: "¿Cuántos libros publicaste?".
Y ya no importa si trato de ensayar un montón de verdades sobre mi postura en cuanto a la ética de un autor literario ni si rescato mi historial de premios ni ningún otro argumento que pretenda justificar el carácter inédito de mi obra.
Es que si bien nadie juzgaría a un abogado, un médico o un contador que sean claramente mediocres en el desempeño de sus profesiones, a un artista, cultive la rama del arte que cultive, siempre se le exige genialidad (?). Una genialidad que, por otra parte, está asociada de manera indisoluble a la fecundidad de su obra, a la trascendencia pública y hasta a la popularidad (aunque todos sabemos que si en algo son geniales la mayoría de los autores de best sellers es en cuestiones de marketing y negocios).
Allí donde muere el protocolo, sin libros publicados, sin cuadros expuestos, sin discos grabados, sin papeles protagónicos desempeñados en teatros de renombre, los artistas no alcanzamos siquiera a ser mediocres. No importa si vivimos de lo que amamos y si hemos hecho un pacto indestructible con nuestra vocación, no existimos. A lo sumo somos delirantes, fabuladores, bohemios, extravagantes o, lisa y llanamente, vagos.
Igual, allí donde muere el protocolo, aun sabiendo lo que me espera, a quien se atreva a preguntar a qué me dedico le contestaré: "Soy escritora".
4.5.08
Donde muere el protocolo
Publicado por Laura Cambra en 13:32
Etiquetas: cambalache, las cosas por su nombre, sin anestesia
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3 comentarios:
pero yo hubiera respondido por vos!
La Señora, es escritora, y deja huellas, en el alma y en el papel...
decile eso la próxima vez!
¡Y QUÉ ESCRITORA! SEÑORAS Y SEÑORES. No obstante, la curiosidad humana no tiene límites y te puedo asegurar que a médicos y abogados sueles pasarles lo mismo. Al menos a los escritores no les piden que les cuenten su última obra, pero lo normal es que a los médicos le pidan un diagnóstico, y a los abogados consejo legal. Me han dicho que determinado doctor, le pedía al curioso que se quitase la camisa, allá donde estuviese, para oscultarlo Yo me limito a darle una tarjeta para que, previo pago, vaya al despacho.
Estimada Señora:
Sus rendidos admiradores, suscriben su dedicación. ¡Sí, es escritora!, de cuentos, de blogs, de poemas, y de todo lo que se le ponga por delante. Nada más y nada menos.
Sigo en mis trece, alguien tiene que publicar tus hombres modelo.
Saludos
PD: B&R tiene razón, la falta de tacto no tiene límites en lo profesional.
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