26.11.07

El territorio de la conquista. ¿O la conquista del territorio?

En las relaciones de pareja tiene una gran importancia la conquista. Y no se trata simplemente de la necesidad de seducir que impulsa a un hombre a comprar flores o a una mujer a fulgurantes miradas apenas veladas por una estratégica caída de ojos. La conquista no es sólo una cena a media luz y música suave. Es mucho más que eso: es la conquista del territorio de la otra parte, la colonización progresiva y silenciosa de espacios privados, una expansión imperial en permanente avance, una campaña viral que desparrama presencia propia en la vida ajena y una infiltración subrepticia e incesante.
El avance se manifiesta de maneras diferentes según las características de personalidad de cada individuo.
Los "aplanadora" –frontales y directos– pasan, sin solución de continuidad, del ramo de rosas rojas (siempre son rojas) al bolso con pertenencias o al "te traje un florerito que tenía en casa para que duren más las flores que me regalaste el otro día. Lindo, ¿no?". O del SMS insinuante al diluvio de mensajes, llamados e interrupciones in corpore. Aquello que en un primer momento sonaba a gesto de cuidado, a atención y delicadeza, pronto se transforma en una invasión inglesa –que a veces termina en aceite caliente– y en una lucha sin cuartel por el control remoto de la televisión, el uso del teléfono o el gobierno de la heladera y sus contenidos. Los "aplanadora" son partidarios del ataque masivo y letal, fanáticos del Día D.
Los "subrepticios verbales" son expertos en tiros por elevación. Su estrategia es de avance y retroceso: tiran la granada, esperan que explote, registran los efectos, se llaman a silencio y vuelven a iniciar el ataque. Actúan por desgaste. Son como los presos que, sin nada mejor que hacer, horadan la pared de la celda con una cucharita de té. Frases como "Vos estás muy solo/a. Te vendría bien tener compañía" son armas mortales en boca de estos personajes. Repetidas hasta el cansacio, convencen al otro de que son realidad y que expresan su propio deseo a tal punto que finalmente los "subrepticios verbales" terminan triunfando y son invitados de honor a la fiesta sorpresa que ellos mismo se organizaron.
Luego están los "agricultores". Una raza paciente y perseverante que siembra objetos en distintos lugares del territorio enemigo: un día es un par de medias –o una hebilla, si el "agricultor" es mujer– que quedó bajo la cama luego de un revolcón furioso y que jamás, antes de partir, se molestaron en buscar aun cuando afuera estaba helando; otro día es una notita cariñosa que pretenderán eternamente pegada con un imán en la puerta de la heladera; la tercera jugada –crucial para el avance– es la que despertará en el invadido un acceso de horroris cerdum cuando se tope, una mañana cualquiera, con un cepillo de dientes adicional en el contenedor del baño o, si el invasor es femenino, el episodio será de horroris braga: una coqueta bombacha de encaje secándose en la canilla de la ducha; la jugada de jaque a la reina –o al rey– estará determinada por la presencia de "la mudita", esas dos o tres prendas de ropa interior que cabrían dentro de un tupper pero que, alojadas en un cajón junto a las propias, se transforman en un forúnculo incurable; por último, la estocada definitiva vendrá cuando el forúnculo se adueñe el cajón completo mientras que en el botiquín del baño se negocia la cuestión de límites entre la crema de afeitar y los tampones.
El cuarto perfil es el de los "prescindentes". Ellos son los que pretenden no querer involucrarse en ningún tipo de maniobra imperialista y, con impecable manejo de cintura, declinan cualquier deliz que implique una tentación. Siempre están queriendo irse, eludir los compromisos y preservar su sacrosanta independecia pero lo que en realidad desean es ser invitados, tentados y encadenados para, después de un rato de tajantes negativas, hacer un sacrificio en nombre de la insistencia. Los "prescindentes" no llaman, no invitan, no necesitan, no desean pero, en realidad, lo que se esconde tras esa indiferencia es una estrategia mediante la cual se hacen llamar e invitar y transfieren el deseo y la necesidad a la otra parte que, débil, vulnerable y fascinada, abre las puertas de su reino para dejar entrar al caballo de Troya.
Lo cierto es que así se trate de una invasión violenta y frontal, de una persistente llovizna de insinuaciones, de una siembra sistemática de recordatorios personales o de una colonización encubierta, el fin último siempre será plantar bandera en campo enemigo. Y no es menos cierto que en el momento en el que el conquistador o la conquistadora hayan puesto un pie en nuestro territorio, estaremos completamente perdidos.

5 comentarios:

Marta Repupilli dijo...

Yo diria la conquista del territorio, de la cual las damicelas no estamos exentas para nada...

Anónimo dijo...

Pa...pa...pa...rece que me quedé tartamudo luego de semejante categorización del conquistador o conquistadora...

Ma... ma...ma...mita querida que ni Linneo pudo haber clasificado mejor.

Es cierto, Marta, que las damiselas tienen mucho que ver con esta historia. Es más, sin ellas no habría historia ni nada.

Lo que no me gusta, no de tu texto, Laura, sino de la terminología general, la denominación de conquista. Suena agresivo, a tomar por asalto, y me parece que tiene que ver con que la mujer, en la antigüedad tenía otro lugar. Habría que pensarlo ¿no?

Laura Cambra dijo...

Marta: Siempre se trata de la conquista del territorio. Y nosotras solemos estar muy atentas a cada centímetro cuadrado ganado.

Eduardo: Tenés razón. Intencionalmente, hay mucho vocabulario bélico incluido en el texto (conquista, colonización, invasión, imperial, Día D, caballo de Troya, estrategia) y, desde mi punto de vista, todo eso vale mientras ambas partes lo disfruten y lo entiendan como un juego que más que de "conquista" es de "seducción".

Orson Díaz dijo...

Yo, prescindente.

Laura Cambra dijo...

Orson Díaz:
Yo también. Pero casi podría asegurar que detrás de cada "prescindente" hay un "aplanadora" reprimido.