Cuando de juegos de azar se trata, el impulso incontrolable de arriesgar dinero con la ilusión de recuperar lo ya perdido, quebrantando la estricta lógica de, por ejemplo, una ruleta, se llama ludopatía. Un ludópata o jugador compulsivo no puede controlar la necesidad cambiar el rumbo de su destino, se siente siempre aquel señalado para salir de la montonera estadística haciendo saltar la banca; presupone para sí una gloria que depende de su perseverancia en perder, una y otra vez, para compensar en una única jugada todo aquello que le fue arrebatado de manera injusta. Con fe bíblica, intenta sin descanso la salvación, el acceso a ese reino de los cielos tan particular que se erige en las inmediaciones de un casino o de un bingo o de un hipódromo.
Sin embargo, es justo reconocer que entre las leyes compensatorias que garantizan la ganancia de la banca está también la que asegura, muy esporádicamente, la consagración de un "elegido" que festejará, sin rigor matemático alguno –no se llevan cuentas de lo perdido–, ese golpe de suerte que venía amasando con testarudez.
Pero hay apuestas que de antemano están perdidas y, aun conscientes del albur, insistimos en depositar nuestras fichas sobre un casillero que, sin lugar a dudas, nos dejará sedientos de victoria. No tienen lugar en casas de juego sino en un territorio mucho más amplio: la vida misma. No necesariamente involucran al dinero sino que, por sobre todo, se llevan nuestra energía. Son las apuestas sobre el cambio ajeno.
Porque, ¿quien no ha depositado su esfuerzo, su cándida ilusión, en la posibilidad de que la semilla de la transformación prenda en otro? Hijos, parejas –el número más popular de esta ruleta–, familiares, colegas e incluso amigos –tal vez los que más se salvan de esta compulsión– han sido alguna vez casilleros sobre los cuales apoyamos la ficha a la espera de un resultado positivo. Algunos somos jugadores ocasionales. Otros, consumados ludópatas. Sólo que la vida no tiene la misma lógica que el mal llamado azar. La vida ES azar: cientos de miles de millones de posibilidades que hacen impensable el cálculo probabilístico. Y aún así continuamos con la larguísima lista de pedidos al San Cono de la existencia que incluye desde nimiedades como "que no vuelva a dejar la toalla húmeda sobre la cama" hasta decisiones trascendentes como "que termine de una buena vez con esa bruja que me condena al segundo lugar".
Lo cierto es que, al igual que en el casino, la ficha más fácil de apostar es la primera, la que nos encuentra cargados de esperanza, y la más difícil es la última, la que significa un límite o una despedida.
Llegado este punto, ¡cuánto más sencillo habría sido todo si hubiésemos tenido presentes las dos reglas básicas del juego!:
La banca no pierde.
La gente no cambia.
19.2.08
Apuestas perdidas
Publicado por Laura Cambra en 8:07
Etiquetas: cambalache
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
4 comentarios:
Laura, debe ser apenas la tercera vez (perdón, no volverá a suceder) que entro a tu blog, y me pasa que leo algo tuyo y no puedo evitar dejarte un comentario.
Me pareció brillante el post, así como me parece brillante tu modo de redactar. Te lo digo sin falsos floreos: hay muy poca gente (muy poca) que redacte así. Es un placer leerte.
Sólo algo con lo que no sé si no estoy muy de acuerdo (o, en todo caso, no quiero estar de acuerdo :-P)... ¿Estás tan segura de que nunca nadie cambia?
Un beso enorme.
Ale Marticorena.
Laura: si no esperamos cambiar, tampoco habremos de dejar de apostar. Y si dejamos de apostar, es porque habremos cambiado y tendremos, entonces, el derecho a la esperanza de que otros lo hagan y a poner alguna otra primera ficha. Una paradoja, en verdad.
Con el tiempo, he llegado a la conclusión de que la relación entre dos personas es como la perpetua repetición de una obra de teatro. Pero si un día Julieta, por poner un nombre, alterara una línea de su parlamento, Romeo debería hacer una pirueta verbal, salvar de algún modo el tropiezo, el asombro, para restablecer la trama. ¿Y si Julieta volviera a trastocar el parlamento? ¿Si enloqueciera y cambiara el registro dramático por el de la comedia? ¿Si bajara del balcón, si corriera su marca en el escenario? Podría ser que Romeo encontrara la manera de seguirla para que la obra no termine. O que pidiera telón. Habría cambiado él, siguiéndola a Julieta o declarado su impotencia o su imposibilidad.
Eso es lo que creo. La única manera de salvar la paradoja, la única apuesta seria al cambio es al cambio propio. Lo demás viene por añadidura, si es que viene. Y si no, nos llevamos puesto lo nuevo. La banca siempre gana.
Alejandro y Mauli:
Gracias por los comentarios.
La reflexión de Mauli es una respuesta a tu pregunta.
En realidad, lo que es inútil es la apuesta por el cambio ajeno.
Nadie nunca es capaz de cambiar nada de otro, mucho menos si no ha emprendido la búsqueda de sus propios cambios. Y si lo ha hecho sabe muy bien que ésa es una tarea solitaria, difícil y la mayoría de las veces dolorosa.
En esos casos, uno mismo se transforma en banca y, por supuesto, siguiendo la regla, gana.
Señores hagan sus apuestas!
La Cambra es una ESCRIBIDORA. Apuesten! y además POETA!
estás escribiendo de PUTA MADRE.
más abrazos arquerados.
Publicar un comentario