1.2.08

Diario de una obsesiva V – La heladera

Si el supermercado es uno de los lugares donde un obsesivo puede desplegar su patología con la mayor intensidad, el templo en el que, mínimo una vez al mes, se venera a San Obse Sivo (una especie de San Esteban Mártir); la heladera es el altar en el cual diariamente se reedita la minuciosa ceremonia del orden sistemático.
Es que el venerado artefacto de línea blanca requiere dos condiciones que son invalorables regalos para un obsesivo: orden y limpieza. Mis pesadillas en torno a este tema, por ejemplo, tienen como protagonistas a los alimentos vencidos, los olvidados en un tupper hasta que se han teñido de verdes manchas aterciopeladas; los chorretes de diversa procedencia y color, más o menos incrustados en la blanca y alcahueta superficie del electrodoméstico; los huevos cascados derramando pegajosa clara en el recipiente ad hoc y el intento de despegarlos que deja adheridos rastros de cáscara; la impúdica invasión de lácteos en el estante de los condimentos...
Y aunque se diga que está mal meter las narices en asuntos ajenos, hacerlo cuando el asunto ajeno es la heladera del prójimo puede darnos una sorprendente idea de los hábitos y costumbres del infrascripto o la infrascripta en cuestión. Porque, de seguro, yo no viviría con alguien que guarda en el refrigerador restos de matambrito de cerdo a la provenzal sin haber tomado las medidas correspondientes como para evitar que el penetrante olor se difumine por todo el espacio y, al momento de abrir la puerta, se transforme en un vaho insoportable, recuerdo de viejos pecados culinarios.
En cuanto al orden, la heladera debe ser un laboratorio, un quirófano y una biblioteca. Todo a la vez. Los vegetales sólo encuentran su lugar luego de un concienzudo lavado y un no menos minucioso secado. Las frutas, por separado, en recipientes sin tapa. Las hortalizas, en el crisper –¡oh, palabra sin glamour!– que les vino asignado de fábrica. Las más pesadas abajo; las que son pasibles de aplastamiento, arriba. Las verduras de hoja, sin rastro de humedad, en bolsas con cierre –previa extracción de todo el aire posible– o en los clásicos tupper. Quesos y fiambres en el cajón superior, envueltos con cuidado –de preferencia con film. Los lácteos en el estante superior. Las botellas abiertas en el compartimento de la puerta. Al igual que los huevos, los condimentos y la manteca que tienen lugares predeterminados. Las bebidas cerradas, en el estante inferior, sobre los cajones de vegetales. Los dos estantes centrales son una suerte de zona liberada en la cual la dinámica de cada hogar impone su propia normativa a condición de que se mantengan los estándares de sistema, rotación y envasado. ¡Hombre, vamos! ¡Que esto no es obsesividad sino que por algo los diseñadores se han roto la crisma pensando en el mejor aprovechamiento de los pies cúbicos de nuestra heladera!
El freezer, para el cual las reglas de orden y protección de los contenidos son análogas a las del refrigerador, tiene, sin embargo, algunas especificaciones extra: las comidas preparadas no deben estar mucho tiempo en animación suspendida porque agarran "gusto a freezer"; los cubos de hielo deben recambiarse periódicamente porque adquieren "gusto a viejo" y, por mi parte, reniego de los electrodomésticos supermodernos con expendedor de agua porque el líquido, aunque sale a una temperatura ideal, termina teniendo "gusto a dispenser".
Un párrafo aparte merece la "patrulla de emergencia". Mi madre, por ejemplo, eximia cocinera y cultora del movimiento anarco-caótico, suele requerir, cada vez que la visito, un patrullaje de su heladera. Entonces, con inenarrable placer, recibo la bendición de una dosis extra de alimento para mi obsesividad y la emprendo contra los cinco frascos de mostazas vencidas, los cuarenta y cuatro poquitos de restos irreconocibles de pululan por ahí, las ochenta y tres bolsitas con verduras y frutas peligrosamente contaminadas que inundan todos los niveles, los tetra packs de variado tamaño que, casi vacíos, parecen reírse de mí desde el lugar de las botellas, las diecisiete mitades de cubitos de caldo que decoran con plateada dignidad el depósito de huevos y el trozo de manteca que se aplasta contra una lata de cerveza. Y no me detengo hasta que la heladera queda hecha una pin-tu-ri-ta.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

¿Y de los/las que guardan las bananas en la heladera? HEREJES que no solo arruinan las bananas, si no que "ACSOLUTAMENTE" TODO QUEDA ENBANANADO: leche con gusto a banana, verduras con gusto a banana, agua con gusto a banana, queso port salut con gusto a banana, anchoas con gusto a banana...

Laura Cambra dijo...

Y encima, después no les da asquito que la banana se pone toda negra, machucada y repugnante y se la comen igual...
Hay gente que no entiende que el sentido estético no es solamente para el arte: ¡¡¡hay un sentido estético de la vida!!!

Eduardo Betas dijo...

Nunca entendí por qué tienen que estar en la heladera el paquete de café (una vez abierto).

Ahora sí, Marina, la vez que puse anchoas en la heladera quedaron negritas y duras, casi casi como la banana...

Orson Díaz dijo...

Y si ponés un service de heladeras "pinturita". Yo lo necesito!