16.7.07

La tía Laura

En casi todas las familias hay una tía soltera. La mía, en realidad tía abuela, era Aurea. Ese nombre tan difícil que había traído de Galicia a principios del siglo pasado era todo un desafío para el montón de sobrinos que siempre la rodeaban. Así, a fuerza de ser mal pronunciado, fue mutando del tía Aurea al tía Aura y finalmente al tía Laura con el cual yo la conocí.
La tía Laura era una mujer de empaque. Recién bajada del barco, solita y con apenas quince años, se dio cuenta de que si no quería que la llamaran por el genérico, que en su caso era el gentilicio, debía dejar de lado su acento orensano lo más rápido posible. Huyendo del "gallega" como de la peste, se abocó a anular cualquier marca sonora que delatara su proveniencia y terminó siendo la única de las cuatro hermanas que se radicaron aquí que, a no ser por un particular timbre de voz, no denunciaba haber nacido en la tierra de las rías, en un pueblo pequeñísimo, entre vacas, cerdos y castaños.
Con escasos conocimientos de lectoescritura al igual que Angelina, mi abuela y hermana mayor, Delfina e Isira, las menores, decidió que ella no tendría destino de lavandera o planchadora y que si Natura non daba y Salamanca non prestaba, su obstinación tendría que suplir dones y préstamos. Entonces, con notable perseverancia, se educó y fue la del decir y el comer refinados, la de los zapatos de tacos altos con plataformas y los vestidos con vuelo que heredé para disfrazarme, la que jugaba a la canasta, la de las manos sin rastros del burdo trabajo campesino, la que no hablaba del pueblo lejano y, también, la que tenía intereses que iban más allá del pasodoble, la brisca y las reuniones con coterráneos. Por supuesto, no fue planchadora ni lavandera sino niñera.
Exigente y selectiva, se dedicó a despreciar candidatos que venían de la mano de sus hermanas: paisanos, hombres confiables pero rústicos. Y se quedó soltera con una soltería alegre y liberal que le permitía, de vacaciones en la playa, observaciones y comentarios del tipo "¡Ay, ese hombre! ¡Mirá cómo anda mostrando el 'carretel'! ¡Ni que lo tuviera tan importante!", para luego extenderse sin pudores en el análisis de los diversos "carreteles" que se paseaban por la orilla.
A veces pasaba largas temporadas viviendo en mi casa paterna compartiendo el dormitorio con su hermana, mi abuela. Nunca las vi pelear a pesar de que mantenían larguísimas charlas en las cuales si algo faltaba era el acuerdo. No coincidían en nada pero se respetaban de manera singular. En muchas ocasiones pensé que ese respeto tenía que ver con el hecho de haber tenido que abandonar a sus padres tan prematuramente –Angelina llegó a Buenos Aires en 1913 y Aurea en 1915, ambas tenían quince años al momento de pisar por primera vez tierra americana–, pero no sucedía lo mismo con las otras dos hermanas de modo que debo concluir en que, además de respetarse, se querían mucho. ¡Había que verlas en sus intentos de compartir la cocina! Una, aplicando sus empíricos saberes adquiridos a fuerza de alimentar a una familia. La otra, pesando, midiendo y calculando minuciosamente. Y si no hubo empanada gallega como la de mi abuela, tampoco hubo milanesas y puré como los de la tía Laura.
Cuando le conté que estaba embarazada del que sería su primer sobrino bisnieto, se mostró encantada. Como buena tía profesional, la hacía feliz la llegada de un nuevo bebé a la familia y, sin perder la sonrisa pero con tono de preocupación, me dijo que de ahí en más tendría que cuidarme mucho porque estaba en "mal estado". "¡Ay, tía!" –le contesté– "Estoy embarazada, no me estoy pudriendo". Pero desde ese momento no pude dejar de sentirme una lata de morrones hinchada y contaminada con botulismo.
Aurea vivió mucho y nos dio, a todos los que la rodeábamos, mucho más. Como la mayoría de los inmigrantes, nunca volvió a ver a sus padres, tuvo hermanos que no llegó a conocer y se adaptó como pudo a lo que le ofrecía esta nueva patria. Ahora que lo pienso, no es casual que la recuerde en estos días de julio, cuando solíamos celebrar su cumpleaños.

2 comentarios:

Eduardo (ejmv) dijo...

Como siempre muy correcta, pero entré riendo al 'mal estado', y me quebré con la 'lata de morrones hinchada con botulismo'.
Espero poder reparar este teclado :)

Andy Cambra dijo...

La tía Laura dormía con redecilla, para que no se le revolvieran los rulos de peluquería, se ponía crema en el cuello levantando el mentón y pasándosela hacia arriba (lo recuerdo porque me dijo que eso era muy importante), se pintaba las uñas rojas y las medialunas en blanco (de vanguardia) y me regaló una capelina negra de encaje es-pec-ta-cu-lar. Ah! una cosita más: Qué milanesas con puré!