30.6.07

El intelectual

Habla como el mejor y seduce como pocos. Sus palabras son siempre efectivos disparadores de nuestras fantasías a cumplir y nos transforman en sedientas princesas que creen haber vislumbrado cerca, muy cerca, el leve flamear de la capa que cubre las espaldas del príncipe azul. Entonces, vamos tras esa imagen como locas mientras él, con sus expresiones dulces e invariablemente relacionadas con el imaginario poético y literario, alimenta la ilusión de perfecto galán. Sin embargo, consciente de las debilidades que intenta ocultar, el intelectual establece primero una comunicación a distancia que incrementa el run run de nuestras mentes femeninas tan afectas a la construcción de castillos sin cimientos en terrenos pantanosos, y desde allí, desde ese lugar seguro y lejano, derrama sus frases de vidriosa y sugerente ambigüedad. Habla de "ella", de "la mujer" e incluso de "vos" logrando, con muy poco esfuerzo, que cada una de nosotras sienta que esos pronombres, esos universales, esconden nuestro nombre. Cita, transcribe o menciona a autores que no pueden sino cortarnos el aliento y así construye un harén para su polisémico emirato virtual.
Cuando la relación ha avanzado y llega el inevitable momento de acortar distancias, su voz aparece en el teléfono para transmitirnos un melancólico desamparo, una acuciante necesidad y la irrevocable convicción de que somos su princesa encarnada, su musa imaginada cientos de veces en la soledad de las noches en blanco releyendo los poemas de amor de Pablo Neruda (¡Oh, lugar común!). Efectivo el recurso, perfecta la trampa.
Entonces, luego de este proceso de lenta aproximación y desgaste de nuestras siempre débiles voluntades, confiado de que el andamiaje de palabras lisonjeras y eruditas hará que nuestros ojos lo vean rubio, alto y de mirada transparente, acepta un encuentro cara a cara. Y logra, por un rato, que desconozcamos –con ese tan femenino poder de autoconvencimiento– su verdadera apariencia. Y es, por ese rato, rubio, alto y de mirada transparente. Hasta que el mágico efecto se desvanece y un beso furtivo, un simple beso, deja ver el sapo tras el príncipe: las palabras dulces y autorizadas no alcanzan a cubrir la personalidad viscosa, los rasgos acusados por noches en vela buscando citas célebres que le presten por un rato la inteligencia que no le sobra, la espalda encorvada, la confusión entre bohemia y mugre, y el andar de pato viejo.
Nosotras hemos sumado un nuevo fiasco a la ya larga lista de apuestas fallidas. El ha sumado otra historia triste para agregar a su doliente saga de experiencias frustradas. Ni nosotras ni él aprenderemos la lección.

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