2.4.08

La cola entre las góndolas

Cuando el supermercado está que arde, mi cabeza se pone a tono. Nada más adecuado para generarme estados alterados de conciencia que una larga fila que invita a la observación descarnada de la curiosa fauna que lo habita. Y mucho más un jueves santo a las dos de la tarde.
Una pareja, inocultablemente enojado él, con gesto de resignación ella. Sin chango ni canasto. Con sólo un blister de aromatizante de ambientes en la mano y los cascos de la moto colgando de sendos brazos. Un comentario oído al pasar proveniente de la boca masculina: "Acá me tenés, haciendo pavadas y perdiendo el tiempo por vos...". Aun sin posibilidad de escuchar el final de la frase, algo en mí se movió al punto en que, sin ausentarme de la fila interminable, mi espíritu corrió hacia ellos. Entonces vi que mi dedo índice se clavaba repetidamente en la espalda del hombre para llamar su atención y, teniéndolo ya de frente a mí, lo increpaba como lo hubiera hecho un barra brava de Defensores de Belgrano tratando de hacer migas con uno de Excursionistas (lo que equivale a decir "buscando roña"): ¿Sos tarado, vos? ¿Quién te obliga a hacer pavadas? ¿Te parece manera de tratar a una mujer? ¿Quién carajo te creés que sos? Para que lo tengas bien clarito, si estás acá es porque querés. Ya sos bien grandecito para que te arrastren de la mano como chico al colegio. ¡Idiota!
No había terminado de proferir la filípica imaginaria contra don Glade y señora cuando volví a verlos pasar frente a mí, ya sin el aromatizante, igual de contrariados, dirigiéndose hacia la salida.
De inmediato, una mujer de volumen notable que paseaba buscando una caja que no estuviese desbordada, se detuvo un instante para analizar el largo de mi fila y ponderar el tiempo que debería invertir para pagar su compra. Miré el chango. Estaba repleto de mercaderías diversas, todas de alto valor calórico, pero me llamó la atención la grotesca cantidad de Activia que pretendía llevarse a casa. No pude evitar un pensamiento maligno: ¡Esta mina es de las que se creen el cuento de que el tránsito lento engorda y, en consecuencia, el rápido adelgaza, y se va a mandar todo lo que lleva en el chango y después un Activia como antídoto para la culpa!
Evidentemente, yo estaba pensando demasiado porque la fila era larga. O porque la cajera era lenta. O ambas cosas a la vez, me dije sin llegar a ponerme de acuerdo conmigo misma.
Otra pareja, estos de mediana edad –más mediana que la mía. ¿O será menos?–, con el carrito lleno de comida instantánea e importada: sobres de fideos con salsas varias y arroces precocidos y precondimentados, latas de sardinas, chipirones y pimientos del piquillo, galletitas danesas de manteca. Me sonó una alarma interior: cada vez que las góndolas se llenan de artículos provenientes de lejanos rincones del planeta es que acá, justito acá, se está por quemar el rancho.
Mientras tanto, aun en medio de la intensa actividad mental de la que era presa, no podía alejarme del hastío de la espera. La mujer que estaba justo detrás de mí parecía leer mi mente: "Esta cajera empezó hoy", dijo en voz alta. Me di vuelta y sonreí. Ella siguió hablando intrascendencias. Era como si una súbita ráfaga fraterna hubiese invadido la fila. "Esto parece la autopista del sur", sugerí citando a Cortázar. "Bueno, sí, claro, el que no está yendo a Mar del Plata, está acá", agregó dando muestras de no haber comprendido mi referencia. Lo dejé pasar. No se puede exigir conocimiento literario en la fila del supermercado. Debía seguir leyéndome la mente porque empezó a contar su experiencia con un cajero novato en un banco estadounidense al que había llevado dinero argentino en billetes chicos para cambiar por dólares y ponerlo en su caja de seguridad. Puse mi mejor cara de "cuánto te admiro, ¿me dejás ser tu amiga?" aunque la historia me sonaba poco convincente desde el momento en que dijo "banco norteamericano" y "billetes argentinos de baja denominación", dos categorías incompatibles.
Aunque lenta, la fila avanzaba pero el señor que tenía la gloria de estar frente a la cajera pagó una compra de cuatrocientos pesos con tickets de –otra vez– baja denominación. Un trámite engorroso que a la chica de la caja parecía provocarle un principio de surmenage. El joven que estaba delante de mí, con una graciosa remera en la que se leía "Aerolíneas Blanco Encalada, 747 mm de lluvia", seguramente envidioso de mi recién comenzada amistad con la señora de baja denominación, metió un bocadillo: "Ahora que me toque a mí, voy a ponerme a charlar con la cajera para hacerle perder tiempo". Si quería caernos simpático, obvio que la velada amenaza de eternizarse en la cola no fue de gran ayuda. En el interín, crucé el "charco" entre la línea de cajas y las góndolas (el mismo espacio del que había desalojado a trescientos diecisiete vivillos que pretendían no haber visto a quienes pacientemente abríamos una brecha en la línea para facilitar la circulación). En mi travesía me llevé puesto el exhibidor de pilas Duracell. Los paquetitos colgados se balancearon peligrosamente. Desde la otra orilla, mi amiga me saludaba con la mano. Me dediqué un rato a mirar el panorama probando con mi conducta irresoluta las teorías de la compra compulsiva: agarré de un estante libros infantiles y empecé a hojearlos. Finalmente, luego de un rato de buscar a Wally en una hoja plagada de dibujitos minúsculos (que, además, estaba adivinando porque sin anteojos sólo eran una masa informe y borrosa), me aburrí y lo tiré en el chango. Luego posé mis ojos sobre las bolsitas de Twistos. Había visto el comercial de televisión pero nunca los había probado. Tomé los dos envases (el de queso y el de jamón crudo) y también les hice un lugar entre mis cosas a pagar. Entusiasmada, mi eventual amiga me hizo señas que revelaban que había hecho una buena elección. "¡Son riquísimos! ¿Probaste los de manteca?". Negué con una seña. La verdad, ya me estaba poniendo incómoda tanta familiaridad. Pero ella, que no me leía la mente, se hizo una escapada a una caja vecina y volvió con los Twistos de manteca y, como si me hiciera entrega de una medalla olímpica, me los dio para que los agregara a mi chango.
A esa altura, lejos de mejorar, la situación en la línea de cajas se hacía insostenible. Los mediana edad del changuito importadísimo volvieron y con aire de resignación y supremo malhumor se acomodaron en el último lugar de mi fila, allá atrás, por la mitad de la góndola de alimentos balanceados para mascotas. Otra prueba de la máxima supermercadista que predica "más vale cola larga que esperanza de cola corta".
Entre tanto, la señora baja denominación se esmeraba en cronometrar –y relatar– la evolución de las cajas vecinas: "Esa señora de la fila de la izquierda estaba después que yo y ya está pagando", "Los changuitos de la fila de la derecha están menos cargados", tras lo cual, celular en mano, se aplicó a mandar mensajes de texto. Pero no conforme con establecer comunicación con el mundo exterior –o necesitada de mantener la comunicación establecida con el entorno (o sea, yo)–, cada vez que tocaba una tecla explicaba su conducta y me proveía una exigua e innecesaria explicación acerca del contenido del mensaje: "Les digo que estoy retrasada" (¿A quién le dice? ¿Retrasada para qué?); "Tengo tres personas delante de mí" (Sí, claro, una soy yo).
Para cuando el Aerolíneas Blanco Encalada llegó a destino y aterrizó frente a la cajera, el ánimo de la señora de la cola contigua alcanzaba el paroxismo. En voz alta y profiriendo bufidos, pontificaba contra los "negreros dueños de supermercados que en vez de habilitar más cajas nos condenan a la espera... ¡Algo se traen entre manos que no quieren que compremos!", inaugurando una nueva teoría de la conspiración supermercadista frente a los ojos azorados de sus dos hijas. Mirándola, divisé tras ella un expendedor de golosinas. Entre los huevos de pascua de todo tamaño, las gomitas de colores me saludaron esparciendo su cobertura azucarada. Advertí que estaba al borde de otra compra compulsiva diabólicamente planificada. Resistí. Me imaginé clavada al piso, impedida de dar un paso. Volví a atender la incesante charla de la señora de baja denominación que nunca había dejado de hablar pero que sí estaba padeciendo los efectos de mi mute interno. Hasta que escuché el saludo cordial y amistoso de Aerolíneas Blanco Encalada que, con un changuito muy acotado al asado hereje del jueves santo, se despedía habiendo cancelado su cuenta. En ese preciso instante, cuando sentí que estaba por cruzar la línea de llegada y podía enfrentarme al último paso de mi carrera hacia la libertad, vi con horror que la cajera lenta y/o novata se ponía de pie y dejaba su lugar a una reemplazante no sin antes haber hecho las cuentas, pueso en orden los vouchers de tarjetas de crédito y contabilizado los tickets que había recibido durante su turno de trabajo.
Mi gran amiga –el camino de los afectos es curiosamente retorcido–, la señora de baja denominación, se puso extrañamente contenta con el new shift. La miré sorprendida. "Esta no puede ser taaaaaan lenta", me dijo alargando el "tan" taaaanto como le fue posible sin reponer el aire de sus pulmones. Y llegué. Y mientras ponía la mercadería sobre la cinta me di cuenta de la cantidad de cosas inútiles que había sumado a mi compra. Y mientras pagaba me di cuenta de que soy demasiado terca como para renunciar a ellas. Y mientras llenaba de vuelta el carrito, esta vez con los artículos ya embolsados, respiré hondo y tuve la curiosa sensación de estar a punto de salir de una burbuja de realidad alternativa en la que había estado inmersa, ausente del tiempo. Giré la cabeza y le hice a la señora de baja denominación un gesto de saludo. Fue tan cinematográfico como una escena de película de ciencia ficción en la cual un astronauta se despide de su compañero antes de salir, sin certeza sobre su regreso, al espacio exterior. Finalmente estaba libre y, como alguna vez escribió Fernando Pessoa, el universo se me reconstruyó sin ideal ni esperanza.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Vengo a dejarle este twitt en su honor, Señora:

http://twitter.com/Juanabanana/statuses/783139660

o:
ayermescribieronesto:pasa seguido eso de la sintonía entre almas que se piensan¡Chupate esa mandarina! y está tan alta,que hay que trepar!

besos, que son siderales...trepo yo, eh? cuesta! pero trepo!

Anabel Rodríguez dijo...

¿Así que las problemáticas en colas de supermercado tienen alcance universal?
Que bonito resulta que, a pesar de la distancia, compartamos conceptos hasta en el super. A esto deben referirse cuando hablan de la globalización del mercado ¡ja,ja!