7.9.07

El jefe

Por fuera eficiente, ejecutivo y decidido, en la intimidad el jefe es frágil, desmemoriado e inseguro. Tras su característica más destacada, la de permanente hacedor, se esconde un ejército de fieles servidores que cubren con prolijidad cada una de sus falencias. Esposa y secretaria son sus más sufridas todoservicio. Pero también recurre al ordenanza, portero, amigo, gestor, cadete y cualquier otra persona que se encuentre a dos pasos de distancia para conformar esa suerte de armada imperial protectora de debilidades, lagunas mentales, desatenciones y ausencias. Blackberry, Palm y notebook de última generación son herramientas de las que no puede prescindir para sostener la ilusión de que es independiente y autosuficiente, pero aun teniéndolo todo allí agendado, requiere de recordatorios. Y de recordatorios de los recordatorios.
Antes de abrir los ojos, el jefe ya manifiesta su estado de necesidad: alguien que le avise que se tiene que levantar de la cama porque el despertador –que apaga una y otra vez– no es suficiente. Como un chico que no quiere ir a la escuela, remolonea, busca excusas, cuenta las horas y minutos que le restan para completar una sesión de sueño aceptable. Y sucumbe a su falta de voluntad delegando la tarea en quien tiene más cerca: su esposa. Abnegada, la mujer sabe que arrancarlo del sueño le costará muchas idas y vueltas, varios sacudones, algún que otro grito y escuchar el repetido "un ratito más" o "llamame en diez minutos", para finalmente lograr su cometido cuando sea demasiado tarde. Luego vendrán los reproches, siempre comenzando por "te dije": "que no me dejaras dormir", "que tenía una reunión importante", "que –como si no lo hiciera todos los días– me tenía que bañar y afeitar". Treinta minutos después será el momento de colaborar en la elección de la vestimenta. ¿Cuál entre los cientos de corbatas? ¿Qué zapatos y qué cinturón? ¿Camisa lisa o con rayas? ¿Traje gris o azul? ¿Un abrigo extra? ¿Piloto? Y aunque ambos, jefe y esposa, acaban de ver el mismo parte meteorológico en el noticiero televisivo de media mañana, él necesitará siempre una segunda, confiable, opinión. El desayuno, tomado a vuelo de pájaro, replicará el modelo: "El café está demasiado caliente. Enfrialo.", "No me untaste la tostada.", "¿Le pusiste edulcorante?", "¿No había otra mermelada que no fuera de naranja?", "¿Lo revolviste?", "¡Aj, ahora está demasiado frío!". La última escena de la mañana en esa casa muestra a un hombre que sale disparado hacia su auto y la mesa sobre la que queda la taza de café con leche tibio y una tostada a medio mordisquear.
Camino a la oficina, el jefe seguirá ejerciendo su don de mando. Para ello, pondrá su automóvil a máxima velocidad mientras se interna en el tránsito endemoniado de la hora pico, sintoniza la radio y hace y recibe llamados telefónicos que, invariablemente, son "de último minuto". Con el BlueTooth incrustado en la oreja derecha, visto desde el exterior por algún desprevenido automovilista vecino, el jefe parece recién escapado de una institución psiquiátrica: gesticula, habla solo, pisa el freno con violencia, acelera dejando rastros de goma quemada en medio de la calle y suda a mares a pesar de que, por la marca y modelo de su vehículo, es de suponer que tiene aire acondicionado.
Una vez que esté sentado en el sillón del escritorio –una madriguera llena de papeles inservibles que nadie puede tocar– repetirá el paso de comedia realizado en el desayuno: café caliente, café frío, café con edulcorante, café revuelto, café abandonado; le dirá a la secretaria que no se olvide de recordarle cada reunión, llamado, almuerzo, encuentro que él ya tiene anotado en todas sus herramientas tecnológicas para después sumirse en el estéril sopor de los mal dormidos.
Pasado el mediodía el jefe se encaminará al punto más alto de su energía y comenzará a dar más y más órdenes, entre ellas las que postergan para la jornada venidera los asuntos fallidos de su accidentada mañana. A las cinco de la tarde, cuando medio mundo esté en tiempo de descuento para regresar a su casa, él alcanzará el paroxismo llamando a cuanto empleado, colega u amigo pueda recibir sus encargos, escuchar sus miserias y compartir sus geniales ideas. Por lo general, será el último en retirarse de la oficina lamentándose de que sus subordinados muestren tan poco amor a la camiseta.
Un día cualquiera en su escritorio lo esperará la renuncia indeclinable de la maltrecha secretaria que, harta de revolver cafés que el jefe no tomará, se habrá conseguido un empleo de telemarketer para que, al menos, la exploten como corresponde. Otro día cualquiera, al regresar a casa, la esposa lo recibirá con el réquiem: habrá dicho basta y le pedirá que se vaya con sus demandas a otra parte. La primera tendrá suerte y adquirirá las enfermedades laborales más crueles y extrañas. La otra, pobre, aun divorciada seguirá siendo objeto de frecuentes llamados telefónicos que denuncian la inoperancia de su ex: no recordar los cumpleaños de hijos, sobrinos, ahijados y mejores amigos; no saber el número de médicos y urgencias de la prepaga; no acertar a vestirse correctamente para una cena; no tener la más peregrina idea de qué vino comprar para llevar a la casa de su mamá un domingo. Ahogando las risas en el auricular, la mujer implementará una venganza lacónica. Dos palabras, repetidas ad infinitum, le bastarán para hudirlo en la impotencia: "No sé".

1 comentario:

Orson Díaz dijo...

Me gustó mucho. Quería aprovechar para hacerte un pedido en defensa de mi vista... ¿Es posible que agrandes la tipografía?