30.9.07

Fracaso garantizado

Así como para muchas cosas soy hábil, hay algunas que nunca me saldrán bien. Reconocer esas taras es, aún hoy, un duro golpe para mi carácter obsesivo. No importa si hay quien las pueda hacer por mí. Importa que yo soy inútil para esos menesteres. Aquí van algunos de mis más flagrantes "no puedo":
Pintarme las uñas de las manos. No se trata de la mano derecha bien y la izquierda mal –soy zurda–, se trata del enchastre inevitable que hago cada vez que, de puro cabeza dura, vuelvo a intentarlo. Ni el brillo me salva de las falanges endurecidas por el esmalte.
Hacerme brushing. En este punto me mata la impaciencia. Lo del mecha por mecha con el resto del pelo agarrado con un gancho no se hizo para mí. A los diez minutos me aburrí y el frizz pasó a ser tolerable.
Jugar a la escoba de quince. Me encantan los juegos de cartas. Todos. Puedo llevar la cuenta de lo que ya salió, lo que falta salir, los puntos que suma cada jugador o un fallo en una mesa de tute cabrero. Pero soy una negada para la escoba. Cuando me doy cuenta de que, en la última mano, tengo la sota de oros y el siete de velos todavía no se jugó, es porque estoy viendo al príncipe sobre la mesa y la sonrisa babeante y sobradora en la cara de mi oponente.
Detectar un lance. Quien trate de tirarme los galgos está inmediatamente reducido al lugar de penado catorce –el que murió haciendo señas– porque para cuando yo caigo en cuenta del avance, seguro se casó, tuvo hijos, se divorció, le agarró el viejazo, está tras jovencitas recién salidas de la secundaria y, encima, me recuerda con odio sólo porque cree que rechacé sus insinuaciones.
Hacer repostería. Me encanta cocinar. Preparo platos riquísimos casi con naturalidad. Cualquier ama de casa que odia el segmento culinario de las tareas domésticas es capaz de hacer un bizcochuelo. Yo no. Se me baja, se me quema, se me agruma o se me desequilibra. Para peor, la respostería es una suerte de ciencia exacta en la cual la medición de los ingredientes determina los resultados y soy horrible para pesar y medir.
El Excel. Para mí no hay nada más hermético y oracular que una planilla de cálculo. Cualquier intento de operar esa aplicación que media humanidad considera sencilla, práctica y ágil me resulta una tarea ímproba empezando porque me cuesta diferenciar filas de columnas –tengo que pensarlo, aunque sea un instante– y ni hablar de las fórmulas que mágicamente arrojan resultados misteriosos en lugares impensados.
Hacer nuevos amigos. Entre la timidez y la distracción, siempre doy la imagen de alguien que se apuna ni bien se sube a un banquito de cocina. Es difícil explicarle a los demás que no me siento por encima de nada, que no soy antipática ni altanera y que, si pudiera romper el hielo, todos nos divertiríamos mucho más. La mayoría de las veces, frente a un grupo de recién conocidos, las palabras se me apelotonan en la boca, tartamudeo y sonrío como una perfecta idiota. Indudablemente, el desenfado no es lo mío.
La diplomacia. Este ítem se encadena, por oposición, con el anterior. Así como no me sale ser simpática, me brota con notable eficacia ser sincera hasta la insolencia. Mis proverbiales caras de incomodidad dan que hablar en más de una ocasión. Así como cuando me siento bien, después de un rato, se me nota; cuando me siento mal mi cara lo refleja de manera inocultable. Por lo tanto, la diplomacia –que consiste en poner cara de poder caminar hasta Luján calzando zapatos dos números más chicos– me resulta imposible de sostener. Más tarde o más temprano, mi lengua se desatará para ponerse a tono con mis pies martirizados y expresar sin ambages lo que me molesta.
Planchar. O está muy fría y pasa sin dejar huella o está muy caliente y deja un rastro de incipiente achicharramiento sobre la tela. ¡Ni qué hablar de la misteriosa técnica que permite desarrugar una camisa sin que la tarea tenga que volver a comenzar cada vez que creo haber terminado! O de vapores y rociadores que, supuestamente, facilitan el trámite. La plancha es un electrodoméstico gobernado por demonios chiquitos y traviesos. Lo único seguro es que, plancha en mano, me impaciento, me enojo y me quemo.
Hasta aquí una reseña de mis fracasos garantizados.

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