Más allá de lo que digan los horrendos testimoniales del señor de la gimnasia capilar, el cabello es fuente de instatisfacción para la mayoría de las mujeres. No sé por qué extraña razón le otorgamos a la cabellera un poder en ocasiones tan omnímodo como el que los hombres depositan en sus automóviles, y el estilista –manera rebuscada de llamar al peluquero– se transforma en una especie de gurú del que pasa a depender nuestra felicidad y nuestra casi siempre devaluada autoestima. Y el tipo siempre se las arregla para errar el vizcachazo.
Lacio, ondulado o rizado; rubio, pelirrojo, castaño o negro; con volumen o llovido, el pelo que nos ha tocado en suerte o en herencia nunca es el esperado, el adecuado ni el que nos hubiera gustado. Ni siquiera los vaivenes de la moda nos permiten hacer las paces con nuestra pelambre. Como una maldición divina, nuestro fetiche deseado siempre aparece adornando otra cabeza.
Hay quienes van a la peluquería esperando soluciones mágicas: que el lacio se vea armoniosamente ondulado, que el ondulado se vea liso. Que reflejos, chispas, mechas, rayas o iluminación nos den finalmente el aspecto soñado. Que la oscura y pesada cabellera de Morticia se transforme en una versión local de los etéreos rizos de Nicole Kidman en "Eyes wide shut". Que las ondas siempre cuidadosamente despeinadas de Julia Roberts muten en los cortes cuadrados y lacios de Sandra Bullock. Que las publicidades de shampoo nos posean otorgándonos la bendición de esos mantos que se mueven en cámara lenta como brillantes cortinados, o de esos rulos que se adivinan sedosos e incólumes más allá de las almohadas, los cuellos de los abrigos y los peines. Y que todo eso sea de una vez y para siempre.
Para empeorar las cosas, además de lo que la naturaleza nos ha endosado, también lidiamos con nuestras propias contradicciones. Una vez que hemos dejado crecer el pelo hasta tener un corte "entero", una mínima desestabilización de nuestro estado de ánimo nos impulsa al drástico rebajado que pagaremos con dos años de sistemáticos esfuerzos para volver a emparejarlo. Una vez que conseguimos decolorarlo hasta obtener "ese" rubio que queríamos, viramos intempestivamente al caoba. Una vez que los reflejos encontraron el punto en el cual no parecemos una trilliza de oro que metió medio cráneo en un balde con lavandina, decidimos bañar nuestra testa con un rojizo intenso sólo porque el aburrimiento o el cambio de estación o un desengaño amoroso nos compelen a dejar atrás la tortura de la gorra y la aguja que tanto recuerda a los clavos, tornillos y tarugos de la cabeza de Geniol pero sin analgésico.
Finalmente, no conforme con lo que nos entregó sin nuestro consentimiento, la naturaleza también dispone que nos llenemos de hilos plateados que hay que cubrir con prolijidad, esmero y dedicación. Entonces, la que miraba de reojo con envidia el fecundo crecimiento de nuestro pelo tiene su momento de gloria: hemos pasado a ser esclavas de la tintura cada quince o veinte días con la consecuente sequedad –resequedad es una palabra que me resisto a utilizar–, mientras ella, por primera vez en su vida, sonríe socarrona porque le crece poquito.
Sin embargo, aunque parezca mentira, dentro de tanta frustración, hay un punto en el cual todas estamos de acuerdo y formamos un bloque cerrado y unánime: ¡muera el frizz!
22.5.07
Moviendo las cabezas
Publicado por Laura Cambra en 22:42
Etiquetas: grandes tragedias femeninas
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1 comentario:
Inútil comentario: Saben las mujeres que la mirada que se detiene en el cabello rara vez pasa más allá de la piel? No les importa?
Ventaja de varones. Algunos asumimos desde los 15 que las canas y la caída son para el cabello lo que la madurez a la fruta: LOGICA :)
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