La cocina es, para mí, la única actividad doméstica que reviste interés. Me gusta cocinar. Ver las caras de placer de los comensales. Recibir los elogios. Pensar, planificar, sorprender. No es que me pase el día cocinando ni mucho menos. Es más, sólo me gusta cocinar cuando realmente quiero agasajar a mis seres queridos. Y, aun así, me rijo por unas pocas reglas inquebrantables. La primera es "cucina ma non troppo", lo que equivale a decir que no es cuestión de hacerse viejo en la cocina porque, total, el tiempo que los manjares tardarán en ser devorados siempre es mucho menor que el que llevó prepararlos. La segunda podría enunciarse como "¿La receta? ¿Qué receta?" o el "ojímetro", razón por la cual, difícilmente llegue a ser buena con la repostería que es, según los especialistas, una ciencia exacta. La tercera y última es "El principio de economía" y no me refiero con esto a la economía en los ingredientes sino en la cantidad de cacharros que se usan en la preparación. Esta descripción me sitúa en el subconjunto de las cocineras creativas.
Otro grupo es el de las resignadas. Son las que, sí o sí, tienen que cocinar todos los días dos veces por día. Y como generalmente no cocinan sólo para ellas sino para una familia numerosa eliminan todo conato de queja teniendo un menú restringido, evitando la innovación y repitiendo incansablemente los mísmos cinco platos que todos, sin emoción alguna, aceptan. Son las reinas de la milanesa con puré, el fideo con tuco, el matambre y el pollo al horno. Huyen de las papas fritas como del diablo porque, con tantas manos picoteando, jamás logran juntar una fuente para llevar a la mesa. Han hecho del "todo en una olla" o "todo en una asadera" su mayor especialidad y la idea de salir a comer a un restaurant les suena más atractiva que la de pasar una semana en la Polinesia.
La siguiente categoría es la de las organizadas. Su creatividad, lejos de ponerse en marcha frente a las hornallas, se dispara en los supermercados. Mientras empujan el changuito, son presas de la imaginación y compran, sin dudar, todo lo que necesitarán en un período promedio de dos semanas. Los pasillos les inspiran los platos que cocinarán si y sólo si tienen cada uno de los ingredientes que necesitan. Son dueñas de una despensa surtida, una heladera ordenada y un freezer más ordenado aún. Jamás compran al azar y el acto mismo de cocinar comienza en las mañanas cuando, sin la más mínima duda, eligen la pieza exacta de carne, pasan revista al canasto de las verduras y comprueban que no escasea ningún condimento. Difícilmente se perdonen una falla en la planificación. La puerta de su heladera, en vez de imanes de casas de comida, tiene un ayuda memoria que las remonta al minuto de inspiración hipermercadista que tuvieron, no vaya a ser que abran el freezer y no recuerden para qué habían comprado esa colita de cuadril.
En el otro extremo se encuentran las gordas mentales. Son cocineras compulsivas. Nacieron para complacer y lo hacen. Saben cuál es el plato preferido de cada comensal y aprovechan cada ocasión para ofrecer banquetes individuales. Sirven siempre a la carta. Los fideos con albóndigas para uno; el pollo al curry para otro; el matambre arollado con ensalada rusa para el tercero. Todo al mismo tiempo. Pasan horas en la cocina y jamás se sientan a la mesa. Hacen entrada, plato y postre. Reciben con un drink, también personalizado. Para el final de la comida, presentan un estado deplorable, más parecido al de un comando que acaba de llevar a cabo una operación de alto riesgo que al de una dulce mamá, esposa o amiga; mientras que la cocina parece un campo de batalla. Sus heladeras suelen ser un caos en el cual es posible encontrar restos de las más diversas preparaciones en cualquier estado. Frecuentemente ni siquiera saben qué es lo que hay dentro del electrodoméstico y sus cajones y alacenas suelen estar llenos de delicias olvidadas. Son, además, adictas a "El gourmet".
A mitad de camino entre las gordas mentales y las renegadas se encuentran las flacas mentales. Les encanta la comida elaborada pero comen como pajaritos. Todo lo comestible en su vida está medido. Calculan el jamón por fetas, la pizza por porciones, las frutas por unidad. Casi nunca tienen sobras porque, encima, calculan redondeando para abajo. Utilizan el delivery para pedir sushi, comida tex mex o platos thai. Son sofisticadas cultoras del plato grande con poquita comida presentada en altura. Primorosas a la hora de decorar, impecables cuando se trata de poner la mesa. Sus heladeras y sus despensas son reservorios de exóticos manjares en dosis homeopáticas.
Por último, están las vida sana. Cocinan sin aceite, sin sal, sin grasa, sin gusto. El yogurt light que se pudre en la heladera de las gordas mentales -que sólo lo compran por culpa– tiene un lugar privilegiado en la vida de las saludables. Consumen aguas saborizadas finamente gasificadas, milanesas de soja, lácteos descremados y arroz integral. Evitan las carnes rojas y el pollo infectado de hormonas. Rechazan cualquier pringoso delivery con la misma pasión religiosa con la que ingieren el milagroso Actimel de cada día. Son asiduas visitantes de las góndolas de verduras que eligen cuidadosamente y luego limpian con inigualable aplicación. Prefieren una fruta antes que una porción de torta. No toman café, mucho menos con crema. Sus heladeras tienen solamente productos con envases de suave color verde. Y si por casualidad les toca comer algo que no han cocinado ellas mimas, realizan a una inspección exhaustiva para luego someterlo a un procedimiento quirúrgico en el cual extraerán hasta la más mínima partícula de grasa.
3.5.07
Mujeres que cocinan
Mucho más felices son las renegadas. Cocinar es una condena que ellas no van a cumplir. Demasiado ocupadas como para perder su valioso tiempo en la cocina, innovan agregando imancitos de delivery en la puerta de la heladera. Son las que primero descubren ese nuevo lugar de comida árabe que te trae hasta el pan y, si te descuidás, la odalisca que mientras baila junta los envases vacíos y los deposita en el recipiente de los residuos. Las renegadas odian cocinar y no se avergüenzan de gritarlo a los cuatro vientos. Sus heladeras son un desierto polar en el que hay, apenas, un frasco de mermelada medio vacío por si les ataca alguna impostergable necesidad de dulce, uno que otro limón y centenares de sachets de mayonesa y ketchup que se acumulan desordenados en cada estante de la puerta.
Publicado por Laura Cambra en 9:19
Etiquetas: cambalache
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