¿Cuántas porquerías comiste en nombre de la dieta?
¿Cuántos sinsentidos intentaste en pos de la silueta perfecta?
Desde el monoalimento, nombre exacto para una dieta en la que uno consume sólo bananas o sólo sopa o solo lo que sea que se pueda comer solo, hasta los regímenes que proponen revertir el proceso metabólico mediante la ingesta de desmesuradas cantidades de grasas.
Desde los grupos de autoayuda donde confesamos los pecados alimenticios con fervor de primera comunión hasta sofisticadas actividades con personal trainers y apoyo terapéutico.
Desde la apacible caminata diaria, llueva, truene o salga el sol, hasta la febril danza aeróbica que cambia de nombre y estilo cada seis meses y para lo único que sirve es para que nos hagamos cargo de que ya no tenemos veinte años en un rincón de los pulmones.
Gimnasia pasiva, pilates, tangolates, vendas, cámaras de oxígeno...
Años de tragar menjunjes de colores dudosos, sabor irreconocible y consistencia babosa. Años de convencernos de que la comida integral es, además de sana, bella y, como si fuera poco, nos acerca a la paz espiritual. Años de duras pruebas como sostener, frente a una tentadora porción de pizza, que la combinación de harina, queso y tomate es terriblemente nociva para nuestro aparato digestivo.
Y después de tanta locura de arroces integrales, gelatinas dietéticas, vegetales raros y pena de muerte a las bananas, chocolates, pastas, panes, vinos y cremas; después de haber desarrollado un silencioso y vergonzante resentimiento contra aquellas que se confiesan inapetentes mientras comen de manera obscena y provocadora delante de mis carentes narices; después de pagar un desliz con la flagelación que significan tres hojas de lechuga y un huevo duro perdiéndose en el plato.... he llegado a la triste e irrrevocable conclusión de que el café es mejor amargo, la palta es veneno, la comida rápida un sucio ardid de la penetración cultural, el mejor postre es una gelatina plástica con gusto metálico y de atractivo color fluorescente y la milanesa de soja es más sana y nutritiva que la maldita, tierna, rosada y crocante milanesa de peceto.
¡Carnes, vade retro! ¡Dulces, quítate de ahí Satán!
Para peor, en la vertiginosa carrera del descenso de peso he renegado hasta de mis antepasados renunciando a la empanada gallega, al pulpo con papas, a la lasagna, a la paella y a los penne rigate a la matriciana. Y, como si esto fuera poca herejía, mi madre me ha legado una biblioteca de recetas de cocina que equivale a los libros censurados por la Santa Inquisición.
Me declaro en rebeldía. Reivindico las redondeces, las frutillas con crema y las papas fritas a la provenzal. Me niego a caber en el talle treinta y ocho a costa de ser infeliz. Quiero vivir con mi cuerpo. No para mi cuerpo.
(Y todo esto sin mencionar los procedimientos anti-age, que son otra tragedia)
16.4.07
La rebelion de las masas (y de los panes y las pastas también)
Publicado por Laura Cambra en 18:00
Etiquetas: grandes tragedias femeninas
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
1 comentario:
No sabia que me conocias y lo peor es que los kilitos se apilan, y mas ejecicios por que duelen las juntas jajajaja.
besos
Publicar un comentario