16.4.07

El cajón de las cosas perdidas

Cuando era chica, en mi casa había un "cajón de las cosas perdidas". Allí iba a parar una infinidad objetos. Los que no encuentran un lugar propio pero tampoco alcanzan a ser descartables: corchos, llaves en desuso, algún tornillo suelto, manojos de hilo medio enredado, el trozo de algo que se rompió y que hay que ocuparse de pegar cuando haya pegamento. Los que han sido usados y, a pesar de tener un lugar asignado, no fueron restituidos, por apuro o por desidia: destornilladores y otras herramientas varias, un peine, un pincel, el zapato de una muñeca. Los que alguna vez pueden servir: la tarjeta del plomero, sahumerios, una aguja enhebrada con hilo negro. Los que fueron arrojados allí en un violento e indiscriminado ataque de sacar cosas del medio: un broche de la ropa, monedas, una receta de cocina, un metro de carpintero, un lápiz sin punta.
Y en ese cajón convivían, sin molestarse, formando un retrato de la vida diaria. Cuando, después de buscar algo en los lugares lógicos sin encontrarlo, recurríamos al grito de "¿Dónde está lo-que-fuese?", mi madre respondía invariable y certeramente: "¿Te fijaste en el cajón de las cosas perdidas?".
Salvo error u omisión, S.E.U.O. es mi cajón de las cosas perdidas. Aquí conviven los textos impares, que no resisten clasificación; los provisorios que cambiarán muchas veces antes de encontrar su forma definitiva; los que necesito tener al alcance de la mano; los que son producto de algún ataque de ira, de risa, de incertidumbre, frutos del impulso y la incontinencia verbal. Propios y ajenos. Valiosos y valientes. Llanos.

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